Por Yoani Sánchez
Desde La Habana
La noticia del retorno de Fidel Castro a la vida pública, luego de cuatro años de ausencia, ha despertado fantasías e inquietudes, especialmente porque su inesperada reaparición ocurre justamente en el momento en que se aguardan con más desespero las reformas de su hermano Raúl, a quien heredó todos sus cargos desde julio de 2006.
La vuelta de los famosos suele repetirse con frecuencia, tanto en la vida real como en la ficción, trátese de Don Quijote o Casanovas, King Kong, Elvis Presley o Juan Domingo Perón. Recurrente es también la desilusión de quienes comprueban que todas aquellas cosas que se van, como las golondrinas de Becker, no volverán, al menos como solíamos recordarlas. Fidel Castro no ha estado exento de ese tono desvaído que tiene el “remake”, de esa cuota de desespero que se percibe en quienes insisten en regresar.
Este anciano balbuceante de manos temblorosas, nada tiene que ver con aquel fornido militar de perfil griego que desde una plaza, donde un millón de voces coreaba su nombre, proclamaba leyes que no habían sido consultadas con nadie, perdonaba vidas, anunciaba fusilamientos o pregonaba el derecho de los revolucionarios a hacer la revolución. Poco queda del hombre que durante horas ocupaba la programación televisiva y mantenía en vilo, del lado de acá de la pantalla, a todo un pueblo.
El gran improvisador de otros tiempos se reúne ahora en una pequeña sala de teatro con un auditorio de jóvenes a leerles un resumen de sus últimas reflexiones -ya publicadas en la prensa- y en lugar de inducir aquel pavor que hacía temblar a los más bravos, provoca, en el mejor de los casos, una tierna compasión. Una joven periodista le hace una pregunta complaciente y le pide públicamente un deseo: “Déjeme darle un beso” ¿Qué fue de aquel abismo que ninguna audacia se atrevía a saltar?
Una señal significativa de que la vuelta de Fidel Castro a los micrófonos no es bien vista es que ni siquiera su propio hermano quiso hacerse eco, en su más reciente discurso ante el parlamento, de los sombríos augurios que ha lanzado sobre lo inevitable de un próximo conflicto militar, cuyo escenario puede ser Corea del Norte o Irán y cuyo fatal desenlace será –según sus vaticinios- la conflagración nuclear.
Muchos analistas apuntan al hecho de que el Máximo Líder apenas se digna a mirar los innumerables problemas de su país, limitándose a ver la paja en el ojo ajeno, ya sean los problemas ambientales del planeta, el agotamiento del capitalismo como sistema o estas recientes predicciones bélicas.
Otros encuentran en su aparente indiferencia por el acontecer cubano, una velada señal de descontento. Si el César no aplaude algo anda mal, aunque no censure. Resulta impensable que él no esté enterado del apetito de cambios que devora hoy a la clase política cubana y sería demasiado ingenuo creer que él los aprobaría.
Tantos años pendientes de los gestos de sus manos, de la forma en que arquea las cejas o del rictus de sus orejas, los fidelólogos lo suponen ahora imprevisible y temen que lo peor pueda ocurrir si se le ocurre despotricar contra los reformistas frente a las cámaras de la televisión.
Quizás por eso la impaciente camada de nuevos lobos no quiere avivar la ira del viejo comandante, a los 84 años. Los que desde las esferas del poder pretenden que se introduzcan cambios más radicales, aguardan agazapados su próxima recaída. Mientras quienes se preocupan auténticamente por la sobrevivencia del proceso se alarman ante el peligro que representa la evidente declinación del mito que durante cincuenta años personificó a la revolución cubana. ¿Por qué no se queda tranquilo en casa y nos deja trabajar? Piensan algunos, sin osar siquiera musitarlo.
Habíamos empezado a recordarlo como algo del pasado, que era hasta una forma noble de olvidarlo; muchos estaban disponiéndose a perdonarle sus errores y fracasos para colocarlo en algún ceniciento pedestal de la historia del siglo XX, donde su rostro -retratado en su último mejor momento- ya aparecía junto a los muertos ilustres. De pronto ha salido a exhibir impúdicamente sus achaques y a anunciar el fin del mundo, como si quisiera convencernos de que la vida después de él carecerá de sentido.
Durante las últimas semanas, aquel que fuera llamado el Uno, el Máximo Líder, el Caballo, o con el simple pronombre personal ÉL, se nos ha presentado despojado de su otrora subyugante carisma, para confirmarnos que aquel Fidel Castro –afortunadamente- ya no volverá, aunque por esta vez sea nuevamente noticia.
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