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lunes, 16 de agosto de 2010

Página Editorial Latinoamericana


Diario La Nacion de Buenos Aires, Argentina


La Argentina debe entrar en un estadio de civilidad política que se ha negado a sí misma por muchos años

La conmemoración del Bicentenario tuvo claroscuros notorios. Entre todos ellos, sólo los momentos luminosos han invitado a la emulación de un impulso orientado hacia el próximo aniversario de características excepcionales en el historial patrio: los doscientos años de la Independencia, por cumplirse el 9 de julio de 2016.

Si se cosechan con sabiduría las mejores experiencias de la conmemoración pasada podrán pasar al olvido, sin pena alguna, las instancias más infortunadas de mayo último. Se potenciarán así los estímulos a fin de preparar al país para una instancia superadora, dentro de seis años, de lo que es el cuadro general del país. Nada ha sido, en ese sentido, más trascendente que el sinnúmero de iniciativas volcadas al debate público con la voluntad de traducirlas en acuerdos generales destinados a retomar la senda de un país previsible, razonable, ordenado y que crezca de manera armónica para todas sus partes.

Algunas de las ideas-fuerza ventiladas en ocasión del Bicentenario de Mayo, no por lógicas y justificadas en función del contexto nacional existente, marcan a fuego las características de la etapa por la que transita el país. "Administrar el Estado con decencia", invoca una de ellas. "Combatir la delincuencia", demanda otra. "Enseñar a obedecer la ley", enumera, como en un catecismo básico, otra más.

Si se hiciera un leve esfuerzo de abstracción y se imaginara que esas proposiciones fueron concebidas por un comité de campaña electoral en alguno de los países con los cuales se cotejó a la Argentina en tiempos del Centenario -Canadá, Australia, Nueva Zelanda-, nadie saldría del asombro, por lo absurdo e inesperado de la hipótesis. Estamos, sin embargo, en la Argentina. Y pedir que se cumplan las reglas más elementales de una sociedad debidamente organizada no ha llamado aquí la atención; por el contrario, ha parecido una condición sine qua non para entrar de lleno en la búsqueda de consensos sobre políticas de Estado modernas e indispensables para una marcha sana del país.

Una de las últimas propuestas, entre las muchas que se han formulado en el ámbito político, social e intelectual, ha correspondido al ex jefe de Gabinete Rodolfo Terragno. Su Plan 10/16 ha suscitado la adhesión de representantes de diversas fuerzas políticas. Es natural que así haya sido, dado que se ha trazado objetivos tan obvios como gobernabilidad, rigor institucional, estabilidad jurídica, desarrollo productivo y superación de la miseria. Y, por añadidura, los ha expuesto en ocho capítulos con un lenguaje cuidadoso, en el que se percibe la voluntad de evitar confrontaciones inapropiadas y, en todo caso, a destiempo.

Resulta de tal importancia para la Nación la formalización de un diálogo político maduro, que contribuya a poner en claro las coincidencias que puede haber en la Argentina sobre cuestiones trascendentes para la sociedad, el Estado y su relación con el mundo, que deben revestirse los primeros pasos en esa dirección de una alta cuota de prudencia.

Algo de esto se ha dicho, en los días que corren, a propósito de las conversaciones entre legisladores de la oposición sobre lo que ha de sobrevenir después de la caída de los poderes extraordinarios del Poder Ejecutivo en materia fiscal, el 24 de agosto próximo, por ley en vigor del Congreso. A negociaciones de ese calibre es indispensable entrar sin temarios taxativos ni posiciones inflexibles y, por el contrario, tratando de que los intercambios de opiniones sean elásticos y compatibles con los principios que otorgan identidad a hombres y conductas.

Sólo la idea de que pueda haber una vez más un diálogo entre representantes de las diversas fuerzas políticas, incluido, claro está, el oficialismo, abrirá la esperanza de que la Argentina penetre en un estadio de civilidad política que se ha negado a sí misma por muchos años. El fenómeno que ha venido produciéndose desde 2003 es lo contrario del espíritu de democracia, contra el que nadie se atreve a alzar la voz, pero al que en los hechos se ha degradado en términos que explican, por sí mismos, la involución en términos de calidad institucional que sufre nuestro país. La dirigencia política, cualquier sea su color partidario, debe entenderlo de una vez por todas: sin diálogo no habrá progreso

Diario Prensa Libre de Guatemala

La mujer callada

Por Carolina Vásquez Araya

A partir de la más tierna infancia se las obliga a cerrar la boca y aguantarse. Desde el bofetón hasta el incesto, desde la patada hasta el asesinato, la violencia forma parte de la vida diaria de millones de mujeres en el mundo, quienes carecen de los mecanismos legales para defenderse y sufren la marginación de los sistemas de justicia que las condenan a revivir las humillaciones, una y otra vez.

Las recientes denuncias de acoso y agresión sexual contra las estudiantes de la Academia de la Policía Nacional Civil por parte de inspectores policiales, no son las únicas voces de protesta surgidas recientemente en las instituciones oficiales, pero son muy ilustrativas respecto de la situación de la mujer en ese campo. También en el organismo judicial el acoso sexual y la discriminación por género se perfilan como vicios recurrentes, a pesar de darse en un contexto profesional donde supuestamente existe conocimiento profundo de las implicaciones legales derivadas de estos delitos en contra de las mujeres.

En el Ministerio Público, por ejemplo, se ventila el caso de la abogada y notaria Silvia Raquel Santos, quien ha presentado una querella penal contra el fiscal distrital del MP en Huehuetenango, José Edwin Recinos Díaz, por misoginia, discriminación y violencia psicológica. En el texto de su denuncia, la abogada Santos menciona que el sindicado le restringe sus derechos constitucionales por razones de género, especialmente el derecho de igualdad, efectuando procedimientos intimidatorios para que ella, desde su posición de agente fiscal del MP en esa ciudad, tolere actos de corrupción en esa dependencia.

Estos casos tienen en común el hecho de arrojar luz sobre delitos cometidos en el seno de dos instituciones cuya misión debería enfocarse de manera irrestricta en la defensa de los derechos humanos, en la protección de la persona, en el respeto por las normas legales y en la vigilancia para evitar la violación de estos preceptos.

Sin embargo, esto es apenas una muestra de lo que sin duda sucede a nivel nacional y jamás es investigado, ya sea porque no existen denuncias o éstas no se llegan a cursar por intimidación o temor a represalias, pero especialmente a causa de la marca psicológica impresa por tradición en la mente de las mujeres, obligándolas a callar aún cuando su vida peligre.

La práctica de la misoginia no es la fantasía de una mujer histérica. Es una realidad palpable en todos los ámbitos de la vida nacional y la prueba está en el poco apoyo que reciben las iniciativas de ley que intentan acabar para siempre con ella. Si existe alguna voluntad política para erradicar este flagelo, hay que empezar por tomarlo en serio e investigar como corresponde.

Diario El Universal de México

Exorsión hasta en las iglesias

México siempre ha sido un país con altos niveles de criminalidad. De hecho, en otros tiempos algunos delitos fueron más frecuentes que ahora. Lo que agrava la situación actual no es tanto el número de crímenes, sino el hecho de que en regiones enteras del país los delincuentes han suplido al Estado, a las autoridades. La ley la imponen los mafiosos y, por tanto, cualquier amenaza o extorsión, venga de quien venga, es de sobra creíble para los habitantes de esas zonas.

Ciudad Juárez, Chihuahua, es uno de esos lugares donde la gente ya no sabe ni a quién creer o en quién confiar. Más de cien ministros religiosos han huido de esa localidad fronteriza durante 2010 luego de negarse a pagar la extorsión que diversos individuos les han exigido. Cinco mil pesos, 10 mil pesos, 50 mil pesos al mes, según el número de fieles de una iglesia, es lo que demandan los criminales. Michoacán, Morelos, Jalisco, Coahuila, Chihuahua, Estado de México son las entidades donde los religiosos denuncian el acoso.

Los ministros de culto se unen así a una larga lista de personas que en esos y otros estados deben pagar a condición de no ser asesinados. Los grandes operativos de las fuerzas armadas en zonas como Ciudad Juárez no han conseguido proteger a las personas.

La solución no es dejar en paz a los narcotraficantes. Mandar a los soldados de regreso a los cuarteles tal vez reduzca las balaceras, pero no hará desaparecer la extorsión o el secuestro porque los grupos armados harán lo que sea negocio, con o sin cruzada en su contra.

Los delincuentes someten a la población porque pueden y porque les resulta redituable. Para evitar ambas cosas —la impunidad y la ganancia del crimen— las autoridades deben perseguir con más eficacia y los ciudadanos dejar de pagar. Conseguir esa meta será imposible mientras las víctimas prefieran dar dinero antes que arriesgarse a presentar una denuncia.

¿Cómo hacer que las personas confíen de nuevo en sus policías? Sucederá cuando los agentes sean parte de la comunidad, en el momento en que estén profesionalizados, cuando estén constantemente supervisados y su trabajo sea bien remunerado. Esa labor depende, en primera instancia, de los jefes del 90% de los policías del país: gobernadores y alcaldes, los mismos que en cada reunión sobre seguridad —como la organizada por el presidente Calderón la semana pasada— estiran la mano en espera de más recursos.

¿Por qué no empezar por ahí? Con el compromiso de cada alcalde, gobernador, y bajo la coordinación presidencial, de que en cierta fecha las más de 2 mil corporaciones policiacas estarán regidas bajo los mismos estándares de calidad. Tanto diálogo debería servir cuando menos para eso.

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