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lunes, 27 de febrero de 2017

Opinión Política (*)
El viaje de Mariana
Por Carlos Peña
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El debate sobre el incidente en que se vio envuelta Mariana Aylwin ha estado mal enfocado. Se ha discutido si acaso ella lo planeó como una forma de proveer motivos de ruptura con el PC; se ha dicho que ella carece de importancia oficial y que entonces la repercusión del incidente es exagerada. ¿Acaso los países de la OEA han reclamado porque al presidente de ese organismo se le negó la entrada? Sectores del Gobierno lo consideran un agravio al ex Presidente Aylwin. Una ofensa al país.
Nada de eso es correcto.

Lo relevante no es que se le haya impedido la entrada. Algo así -que un país impida la entrada a un extranjero- suele ocurrir.

El problema es que esa negativa del gobierno cubano puso de manifiesto -por enésima vez- que en la isla no existe el derecho a la disidencia política. Uno de los derechos mínimos de la democracia consiste en que los opositores puedan reunirse, expresar sus ideas, celebrar pacíficamente a quien les plazca y hacer esfuerzos por competir por el poder o para que se les ofrezcan posibilidades de hacerlo en el futuro. Y como en Chile, durante casi diecisiete años, nada menos, ese derecho tampoco existió, el asunto desató la memoria y adquirió una particular importancia interna.

Y es que en Chile parecía haber un consenso firme y bien fundado en los valores de la democracia liberal. La derecha que alguna vez colaboró con entusiasmo para que se los pisoteara y la izquierda que los despreció ideológicamente y al perderlos experimentó cuánto valían, parecían haber llegado a un consenso traslapado acerca de la importancia irrenunciable de esos derechos. La derecha y la izquierda -se creía hasta ahora- pensaban que el derecho a practicar la disidencia era un imperativo categórico, algo que debe ser demandado con prescindencia de los fines que se persigan al ejercerlo.
Pero el viaje de Mariana Aylwin rompió el hechizo.

Si ese consenso de veras existiera, habría habido una sola voz para condenar que en Cuba no exista derecho a la disidencia: el mínimo de una sociedad que trata a las personas como iguales, con la misma capacidad de discernir los asuntos públicos.

Pero no fue el caso y se probó así que ese consenso -que se creía alcanzado después de casi dos décadas de dictadura en Chile- no existe.

El Partido Comunista (que fue oposición durante la dictadura y la padeció durante largos diecisiete años) no ha formulado declaración alguna respecto del hecho y ha preferido postergarla, esperando informaciones, como si alguna información pudiera justificar que, como sistemáticamente ocurre en Cuba, se prive a la disidencia de derechos políticos.

Pero si el Partido Comunista puede tener razones ideológicas para guardar silencio o para disfrazar el silencio con la búsqueda de información completa, lo que resulta incomprensible es el mensaje que divulgó el candidato Alejandro Guillier: Un saludo a @maylwino. Como nos enseñó Aylwin: prudencia y diálogo para avanzar en más integración y democracia en América Latina.
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Alejandro Guillier carece de razones ideológicas para apoyar el régimen cubano, abogó en su momento por la libertad de expresión en Chile, la ejerció y disfrutó de ella durante mucho tiempo y con gran éxito; la esgrimió incluso para obtener clandestinamente información que juzgó de interés público y hoy aspira a presidir una democracia liberal. ¿Qué podría explicar que de su boca, o al menos de su twitter, no salga el más mínimo reproche, juicio crítico o siquiera evaluación periodística de la situación que vive la disidencia cubana y que el caso Aylwin recordó? ¿Por qué decide desconocer ese imperativo categórico que parecían compartir la izquierda y la derecha? ¿Qué razones pudo tener para emitir un juicio tan obviamente elusivo como ese?
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Es mejor no ensayar ninguna respuesta a esas preguntas y esperar que el candidato Alejandro Guillier sea quien formule alguna.

Por ahora, solo basta recordar que la ambigüedad en política no es rara e incluso, como recordó alguna vez Giulio Andreotti, puede ser una preciosa virtud; pero ello, agregó, a condición que la ciudadanía sea capaz de apreciar con qué fin noble se hizo uso de ella.


Pero cuando el fin no se ve por parte alguna, agregó Andreotti, la ambigüedad tiene un nombre más feo. 

(*) Columnista de El Mercurio.

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