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sábado, 21 de mayo de 2011

Una nueva ciencia: Análisis del Ciclo de Vida

Por Leonardo Boff

La búsqueda de un buen vivir más generalizado y del cuidado de la situación global de la Tierra está haciendo profundizar cada vez más nuestra conciencia ecológica. Ahora se impone analizar el rastro de carbono, de toxinas, de elementos químicos pesados, presentes en los productos industriales que usamos en nuestro día-a-día. De esta preocupación está naciendo una verdadera ciencia nueva, conocida con la sigla ACV: Análisis del Ciclo de Vida. Se monitorizan los impactos sobre la biósfera, sobre la sociedad y sobre la salud en cada etapa de un producto, comenzando por su extracción, su producción, su distribución, su consumo y su eliminación.

Damos un ejemplo: en la fabricación de un vaso de cristal de un kilo entran, por increíble que parezca, 659 ingredientes diferentes en las distintas etapas hasta llegar al producto final. ¿Cuáles son perjudiciales? El Análisis del Ciclo de Vida busca identificarlos. Se aplica también a los llamados productos verdes o ecológicamente limpios. La mayoría es solamente verde al final o limpio sólo en su utilización terminal, como es el caso del etanol. Siendo realistas, debemos admitir que toda la producción industrial deja siempre un rastro de toxinas, por mínimo que sea. Nada es totalmente verde o limpio. Solo relativamente ecoamigable. Esto ha sido detallado por Daniel Goleman en su reciente libro Inteligencia ecológica (Kairós 2009).

Lo ideal sería que en cada producto, junto con la referencia de sus nutrientes, grasas y vitaminas, estuviesen indicados los impactos negativos sobre la salud, la sociedad y el ambiente. Esto lo está haciendo en Estados Unidos una institución, Good Guide, accesible desde el móvil, que establece una triple calificación: verde, para productos relativamente puros, amarillo si contienen elementos perjudiciales pero no gravemente, y rojo, desaconsejables por su huella ecológica negativa. Ahora se han invertido los papeles: ya no es el vendedor sino el comprador quien establece los criterios para la compra o para el consumo de determinado producto.

El modo de producción está cambiando y nuestro cerebro no ha tenido tiempo suficiente todavía para seguir esa transformación. El cerebro posee una especie de radar interno que nos avisa cuando se avecinan amenazas y peligros. Los olores, los colores, los sabores y los sonidos nos advierten sobre los productos, si están estropeados o si son sanos, si un animal nos ataca o no.

Pero sucede que nuestro cerebro no registra aún cambios ecológicos sutiles, ni detecta partículas químicas diseminadas en el aire y que pueden envenenarnos. Ya hemos introducido 104 mil compuestos químicos artificiales a través de la biotecnología y la nanotecnología. Con el recurso del Análisis del Ciclo de Vida constatamos, por ejemplo, cuánto hacen disminuir estas sustancias químicas sintéticas el número de espermatozoides masculinos hasta el punto de generar infertilidad en millones de hombres.

No podemos seguir diciendo: los cambios ecológicos sólo serán buenos si no afectan los costos y los rendimientos. Esta mentalidad está atrasada, pues no se da cuenta de los cambios habidos en la conciencia. El mantra de las nuevas empresas es ahora: «cuanto más sostenible, mejor; cuanto más sano, mejor; cuanto más eco-amigable, mejor».

La inteligencia ecológica se añadirá a otros tipos de inteligencia; esta inclusión es ahora más necesaria que nunca.

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