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lunes, 19 de octubre de 2015

OPINIONES DEL FIN DE SEMANA

ALEGRÍA CONSTITUCIONAL

Por Carlos Peña

Una de las cosas más misteriosas de la condición humana es la alegría. La gente se alegra, se contenta y se felicita por las cosas más disímiles.

Un buen ejemplo es lo que podría llamarse la alegría constitucional.

Cualquier observador desprevenido hubiera predicho que los partidarios de una nueva Constitución solo se alegrarían si el Gobierno anunciara un procedimiento preciso para aprobarla y alguna idea del contenido que debiera poseer.

Pero ha ocurrido algo sorprendente.

Todos (desde los que firman AC hasta quienes se inclinan por fórmulas más tibias) se manifiestan felices, esperanzados y orgullosos porque el Gobierno, según comunicó la Presidenta el martes, decidió renunciar a ambas cosas: tanto a diseñar un procedimiento, como a elaborar ideas para el futuro contenido constitucional. En vez de promover un procedimiento, el Gobierno hizo un listado de todos los procedimientos posibles, y en vez de elaborar ideas relativas al contenido de una nueva Constitución, comunicó su propósito de educar a la ciudadanía en un lapso de seis meses para que fuera ella la que lo elaborara.

¡Y todos están felices!

El fenómeno prueba, por supuesto, que la alegría no es racional.

Porque es evidente que nadie que se detenga a pensar siquiera un momento creerá que la población podrá recibir educación cívica eficaz en el breve lapso de seis meses. Si algo así se lograra, el urgente problema educacional de Chile -que ha tenido ocupada a la esfera pública durante casi una década- habría sido un espejismo. Los problemas de lectoescritura y de comprensión de textos abstractos no serían producto de lo que hasta ahora se creía, sino el fruto de la simple desatención, de no haber advertido que una campaña intensa y decidida podría resolverlo todo.

Quienes están felices con la fórmula de la educación cívica, o son hipócritas (y están contentos porque saben que de ella no resultará nada, que es lo que en verdad anhelan), o no la entienden (y por eso creen que funcionará), o son cínicos (y esperan de esa forma expandir sus propias ideas).

También es obvio que los diálogos ciudadanos tendrán un efecto más performativo que deliberativo; serán una forma de poner en escena la participación más que un mecanismo para dialogar de veras. Y es que ese tipo de diálogos -fuera de las obvias distorsiones que introduce la presencia de minorías consistentes- tiene un problema de representatividad incluso superior al que se reprocha al actual Congreso. La representatividad tiene, por decirlo así, tres versiones: en una de ellas, cada uno de los individuos del universo de que se trata (en este caso, la ciudadanía) tuvo la misma oportunidad de integrar el grupo que pretende representarlo (representatividad muestral); en la otra, un grupo reproduce fielmente y a escala en todos sus rasgos el conjunto a que pertenece (representatividad pictórica); en la tercera, un grupo representa a otro porque ejecuta su voluntad o su mandato (representación como agencia). Es evidente que ninguna de esas formas de representación se satisfará en este caso.

Y así las bases de la nueva Constitución no podrán obtenerse inductivamente como, sin embargo, sugirió la Presidenta.

Salta a la vista, en fin, que la Comisión ("ciudadanos de reconocido prestigio") que se nombraría para vigilar el proceso tampoco provee motivos para un contento racional. Fuera de la dificultad de hallar en estos tiempos a ciudadanos nobles y prestigiosos, se tropezará con un viejo problema: ¿desde cuándo los procesos políticos están supervigilados por una entidad que, por trascenderlos, es capaz de controlarlos epistémica o procedimentalmente? Sería útil que la prensa averiguara a quién pudo ocurrírsele esa tonta idea según la cual los procesos políticos -un proceso constituyente, nada menos- debe contar con una especie de comisión arbitral que los vigila. Porque ¿quién custodiará a los custodios?

Si todo lo anterior es tan trivialmente erróneo, ¿a qué se reduce entonces el anuncio constitucional?

Se reduce (fuera de situarlo en el incierto futuro: en el ejercicio del próximo gobierno) a una disminución del quórum de reforma constitucional de dos tercios hoy día existente, a tres quintos. Ese es el único objetivo de este enrevesado diseño. Aprobar ese quórum es el único papel que -como dijo la Presidenta- a pesar de su opacidad, débil legitimidad y falta de representatividad, le corresponderá al actual Congreso.

Pero es probable que, así y todo, los miembros del actual Congreso -la condición humana es misteriosa- estén contentos.

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