Por Hugo Latorre Fuenzalida
El hombre es un ser mitomaniaco. No puede vivir sin inventar, imaginar, sin proyectar hacia adelante la realidad presente, y sobre esa proyección acomoda sus tesis para modificar o conservar la realidad que sufre o disfruta. Pues siempre hay quienes cargan sobre sus hombros la situación y otros gozan de manera desproporcionada lo que está instalado como verdad. En consecuencia, quienes se encuentran satisfechos por el presente echarán a andar su imaginación para aportar argumentos e imaginería que abone la preservación e instalan normas que amenacen a los audaces discípulos de "Prometeo", con los terrores de los cielos si se atreven a violar el orden consagrado por los dioses y por las leyes.
Por su parte, quienes se sienten insatisfechos por la realidad que los oprime, comenzarán a idear mundos y realidades alternativas, en que se corre la aventura de robar el fuego y el arte a los dioses, violar el orden presente y forjar una nueva realidad, más acorde con sus imaginarios rebeldes, con una nueva justicia, que necesariamente solivianta al poder dominante.
Estos contrarios, estos opuestos ideológicos, al más puro estilo del mamotrético filósofo alemán don Georg Friedrich Hegel, se vienen enfrentando en la historia, desde cuando esta historia dejó de usar a los dioses como voluntad y a las guerras como "gloria" de los monarcas o emperadores, elevados a la categoría sobrehumana de semidioses, de los pueblos o las naciones que son arrastrados a sueños imperiales y, por tanto a sanguinarias hazañas y depredaciones.
Por eso se crearon libros que hablaban del "El ocaso de los dioses"; "El fin de las ideologías", “La expulsión de la bestia triunfante”, "La religión en los límites de la razón", "Más allá del bien y del mal" y tantos otros que tratan de destronar a los dioses introducidos en los mundanos menesteres, dioses creados sólo para mejor dominar.
Pero el hombre en su imaginario infinito e inclaudicable, se las arregló para sustituir a los dioses por la sacrosanta razón disfrazada de "ciencia". Entonces las contradicciones aparecen como razones argumentales. Kant lo instala en las discusiones universales y académicas en sus tesis sobre "El conflicto de las facultades", donde trata el tema de la prevalencia de la verdad filosófica sobre las utilitarias atribuciones de las disciplinas pragmáticas, puestas al servicio del saber necesario a los Estados para sus afanes de acreditación legitimante y la gobernabilidad.
La disciplina económica ha venido ganando terreno, revistiéndose con la toga y birrete de ciencia, para imponer un discurso ideológico que lleva a los académicos a asumir "en manada" los valores e intereses de un poder dominante en el Estado. Así sucedió con la era socialista y viene aconteciendo también en la era neoliberal.
Pero estas medias verdades, hechas dogmas, no aceptan-como reclamaba Kant- por 1809, el cuestionamiento desinteresado de la filosofía, que debe ejercer la función de hacer las preguntas finales, es decir del saber sobre el saber, de cuestionar dogmas y paradigmas para avanzar por el camino infinito de la búsqueda sin descanso de la verdad. En esta cultura de masas, la verdad es el poder, como bien se encargó de establecerlo el mismo pensador que creó el sentido dialéctico de la historia, cuando puso como demostración de la realización del "espíritu" (la verdad) en la historia, justamente el éxito del poder, con lo cual demolió todo el flujo de la historia humana, imponiendo esta especie de "fin del camino". Falla teórica en la que también vino a caer su discípulo Carlos Marx cuando definió el fin de la historia con la llegada de la sociedad comunista. El “mentis” de la realidad ha sido contundente para uno (con la unificación prusiana) como para el otro con el derrumbe del mundo socialista y el no cumplimiento de la utopía comunista.
Pero los liberales han pretendido otro intento para ponerle barreras a este flujo incontenible que es la historia; los Fukuyama de la vida han anunciado el fin de las ideologías y la prevalencia "ad eternum" del liberalismo universal. Esta prisa por terminar con la historia parece más bien manía de suicidas existenciales que de analistas de la realidad. Hoy vemos que las tesis liberales, hechas para prevalecer milenios (al igual que las tesis nazi-fascistas, de triste memoria), comienzan su derrumbe a escala planetaria. Sus aporías de falsa ciencia y de torpe disciplinariedad, aúllan sus credos con estridencias histéricas, ante la aplastante indiferencia de la pragmática crisis de ingobernabilidad económica que aqueja a todo el orbe capitalista más desarrollado, más empoderado e ideológicamente más prepotente.
En nuestro Chile, siempre atento a tragarse las mitologías foráneas y a crear las propias cuando las otras ya se han esfumado, busca porfiar en sostener los credos que hasta los dioses han desterrado de su Olimpo. Las noticias son tardías en la periferia y las rectificaciones son más desfasadas en los territorios insulares, como de hecho somos y tenemos en este país, ajeno y distante, en cuanto geografía y mente.
De hecho, quisimos instalar un socialismo cuando ya esa corriente ideológica venía siendo desacreditada desde más de treinta años antes, y además lo queríamos hacer con el mismo purismo de slogans y estructuras; luego vino la moda ideológica de reemplazo y no paramos hasta dar forma y figura al sistema más neoliberal del planeta.
Este vicio de vivir de las ideologías venidas del extranjero, y tratar de aplicarlas a sangre y fuego, es una manía nacional que doña Gabriela Mistral nos lo señaló en su estilo culto y brillante: "El pensamiento, cuando viene desde afuera, nos golpea tan duro en la cabeza que nos imposibilita pensar con lucidez y de agregar algo de pensamiento propio".
Es por estos barquinazos ideológicos que nuestra historia no se enriela por sendas de un desarrollo equilibrado y compartido. Porque de una y otra trinchera desean “asaltar al Estado” para estrujarlo a favor de sus ideas desmadradas. Este afán refundacional prevalece con sus vicios y sus porfiados intereses, desviando los caminos de integración y justicia hacia atajos de hegemonías insanas e insostenibles. Sabido es y la historia así lo enseña, que sólo las sociedades que democratizan sus Estados y dedican sus energías a crear competencias superiores, evitando los desgastes internos de confrontación y violencia, logran la estabilidad y armonía suficiente para competir de manera humana y digna, por los espacios de realización y creatividad humana y social.
Los otros pueblos, los que buscan instalar despotismos políticos o económicos, a todo trance; aquellos que traducen el poder como dominación, desangran sus potencias en enguerrillamientos que fagocitan sus riquezas y deben cada cierto tiempo recomenzar todo nuevamente, con pérdida de tiempo y oportunidades.
Así se malgasta el potencial de las naciones; de esa forma se malgasta la riqueza de las naciones; pero los hombres forman parte de la especie que tropieza más de una vez en la misma piedra, y el hombre gusta más de ser seducido por mitos que enfrentarse a la verdad.
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