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martes, 23 de diciembre de 2014

ECOLOGÍA

¿DÓNDE ESTÁ EL NUDO DE LA CUESTIÓN ECOLÓGICA? (I)
Por Leonardo Boff

Estamos acostumbrados al discurso ambientalista generalizado por los medios de comunicación y por la conciencia colectiva. Pero hay que reconocer que restringir la ecología al ambientalismo es incidir en un grave reduccionismo. No basta una producción de bajo carbono pero manteniendo la misma actitud de explotación irresponsable de los bienes y servicios de la naturaleza. Sería como limar los dientes de un lobo con la ilusión de quitarle su ferocidad. Su ferocidad reside en su naturaleza, no en sus dientes. Algo similar ocurre con nuestro sistema industrial, productivista y consumista. Está en su naturaleza tratar a la Tierra como un mostrador de mercancías a ser colocadas en el mercado. Tenemos que superar esta visión si queremos alcanzar otro paradigma de relación con la Tierra y así parar un proceso que puede llevarnos al abismo.

Estamos cansados de medio ambiente. Queremos el ambiente entero, es decir, una visión global del sistema-Tierra, del sistema-vida y del sistema-civilización humana, formando un gran todo, hecho de redes de interdependencias, complementaciones y reciprocidades.

Con razón la Carta de la Tierra tiende a sustituir medio ambiente por comunidad de vida, pues la biología y la cosmología modernas nos enseñan que todos los seres vivos son portadores del mismo código genético de base – los veinte aminoácidos y las cuatro bases fosfatadas– desde la bacteria más originaria surgida hace 3,8 mil millones de años, pasando por las grandes selvas, los dinosaurios, los colibrís y llegando hasta nosotros. La combinación diferenciada de esos aminoácidos con las bases fosfatadas origina la diversidad de los seres vivos. El resultado de esta constatación es que un lazo de parentesco une a todos los vivientes, formando de hecho una comunidad de vida que debe ser «cuidada con comprensión, compasión y amor» (Carta de la Tierra, n. I, 2). Lo que Francisco de Asís intuía en su mística cósmica, llamando a todos los seres con el dulce nombre de hermanos y hermanas, nosotros lo sabemos por un experimento científico.

Entre esos seres vivos resalta el planeta Tierra. Desde los años 70 del siglo pasado se afirmó, en gran parte de la comunidad científica, primero la hipótesis, y desde 2001 la teoría de que la Tierra no solo tiene vida sobre ella. Ella misma está viva, y ha sido llamada por su formulador principal, James Lovelock, y en Brasil por José Lutzenberger, Gaia, uno de los nombres de la mitología griega para la Tierra viva. Ella combina lo químico, lo físico, lo ecológico y lo antropológico de forma tan sutil que se vuelve siempre capaz de producir y reproducir vida. En razón de esta constatación la propia ONU, en una famosa sesión general el 22 de abril de 2009, aprobó por unanimidad llamar a la Tierra, Madre Tierra, Magna Mater y Pachamama. Es como decir que ella es un super Ente vivo, complejo, a veces contradictorio a nuestros ojos (hace convivir el orden con el desorden), pero siempre generadora de todos los seres, en sus distintos órdenes, especialmente es gestadora de los seres vivos, máxime de los seres humanos, hombres y mujeres.

Se añade aún este dato, que, según el bioquímico y divulgador de asuntos científicos Isaac Asimov, es el gran legado de los viajes espaciales: la unicidad de la Tierra y de la humanidad. Desde allá arriba, desde las naves espaciales y la Luna, dice él y lo confirman los astronautas, no hay diferencia entre ser humano y Tierra. Ambos forman una única entidad. En otras palabras, el ser humano, dotado de inteligencia, de cuidado y de amor resulta de un momento avanzado y altamente complejo de la propia Tierra. Esta evolucionó hasta tal punto que comenzó a sentir, a pensar, a amar, a cuidar y a venerar, como ya señalaba el gran cantor y poeta argentino indígena Atahualpa Yupanqui. Y he aquí que irrumpió el ser humano en el escenario de este minúsculo planeta Tierra. Por eso se dice que el hombre deriva de humus: tierra buena y fértil; o adamah en hebreo bíblico: hijo e hija de la tierra arable y fecunda.

Todo ese proceso de la gestación de la vida sería imposible si no existiese todo el sustrato físico-químico (la escala de Mendeleiev) que se formó hace miles de millones de años en el corazón de las grandes estrellas rojas, que al explotar lanzaron tales elementos en todas las direcciones, creando las galaxias, las estrellas, los planetas, la Tierra y nosotros mismos. Por lo tanto, esta parte que parece inerte, también pertenece a la vida, porque sin ella, ayer al igual que hoy, la vida y la vida humana serían imposibles.

La sostenibilidad –categoría central de esta visión– es todo lo que se ordena a mantener la existencia de todos los seres especialmente los seres vivos y nuestra cultura sobre el planeta.

¿Qué concluimos de este rápido recorrido? Que debemos cambiar nuestra mirada sobre la Tierra, sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos. Ella es nuestra gran madre que al igual que nuestras madres merece respeto y veneración. Es decir, conocer y respetar sus ritmos y ciclos, su capacidad de reproducción, no devastarla como hemos hecho desde el adviento de la tecnociencia y del espíritu antropocentrista que piensa que ella solo tiene valor en la medida en que nos es útil. Pero ella no necesita de nosotros, somos nosotros los que necesitamos de ella.

Este paradigma está llegando a su límite, porque la Madre Tierra está dando señales inequívocas de estar extenuada y enferma. O reinventamos otra forma de atender nuestras necesidades vitales en relación con la Tierra o ella, que está viva, podrá no querernos más sobre su suelo.

Asumir esta nueva mirada y esta nueva práctica es para mí el gran nudo y el desafío decisivo de la cuestión ecológica actual.

¿Dónde está el nudo de la cuestión ecológica? (II)
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En el artículo anterior con el mismo título abordamos el lado objetivo de la cuestión ecológica, tratando de superar el mero ambientalismo a partir de una nueva visión del planeta, de la naturaleza y del ser humano, como la porción pensante de la Tierra.
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Pero esta consideración es insuficiente si no se completa con una visión subjetiva, aquella que afecta a las estructuras mentales y los hábitos de los seres humanos. No basta ver y pensar diferente. Tenemos también que obrar diferente. No podemos cambiar simplemente el mundo. Pero siempre podemos empezar a cambiar este pedazo del mundo que somos cada uno de nosotros. Y si la mayoría incorpora este proceso daremos el salto cuántico necesario hacia un nuevo paradigma de habitar la única Casa Común que tenemos.
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Nos inspira la Carta de la Tierra, en cuya redacción tuve el honor de participar bajo la coordinación de M. Gorbachov entre otros. Insatisfechos con los resultados finales de la Rio+20 un grupo, entre ellos jefes de Estado, decidió hacer una consulta a las bases de la humanidad para levantar principios y valores con vistas a una nueva relación con la Tierra y a nuestra convivencia sobre ella. Cito la parte final que resume todo:
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«Como nunca antes en la historia, el destino común nos invita a buscar un nuevo comienzo… Esto requiere un cambio de la mente y del corazón. Requiere un nuevo sentido de interdependencia global y de responsabilidad universal. Concluye la Carta: “debemos desarrollar y aplicar con imaginación la perspectiva de un modo de vida sostenible a nivel local, regional, nacional y global”. 
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Nótese que se habla de un nuevo comienzo y no solamente de alguna reforma o simple modificación de lo mismo. Dos dimensiones son imprescindibles: un cambio en la mente y en el corazón. El cambio en la mente ya ha sido abordado en el artículo anterior: la nueva visión sistémica, envolviendo Tierra y humanidad como una única entidad. Se podría incluir también el universo entero en proceso cosmogénico dentro del cual nos movemos y del cual somos producto.
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Ahora podemos profundizar, aunque sucintamente, el cambio del corazón. Para mí aquí está uno de los nudos esenciales del problema ecológico que debe ser desatado, si realmente queremos hacer la gran travesía hacia el nuevo paradigma.
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Se trata del degaste de los derechos del corazón. En un lenguaje científico-filosófico es importante, junto con la inteligencia racional e instrumental, incorporar la inteligencia cordial o sensible (véase Muniz Sodré, Adela Cortina, Michel Maffesoli).
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Toda nuestra cultura moderna ha acentuado la inteligencia racional hasta el punto de volverla irracional con la creación de instrumentos para nuestra autodestrucción y para la devastación de nuestro sistema-Tierra. Esta exacerbación ha difamado y reprimido la inteligencia sensible con el pretexto de que obstaculizaba la mirada objetivista de la razón. Hoy sabemos por la nueva epistemología y principalmente por la física cuántica que todo saber, por más objetivo que sea, viene impregnado de emoción y de intereses.
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La inteligencia sensible y cordial, que reside en el cerebro límbico que posee más de 200 millones de años, cuando surgieron los mamíferos, es la sede de las emociones, de los sentimientos, del amor, del cuidado, de los valores y de sus contrarios. Nuestra realidad más profunda (previamente existe el cerebro reptil con 313 millones de años) es el afecto, el cuidado, el amor o el odio, los sentimientos básicos de la vida. El neo-cortex, sitio de la razón intelectual, empezó a formarse hace 5 millones de años, se perfeccionó como homo sapiens hace 200 mil años y culminó como homo sapiens sapiens dotado de inteligencia racional completa hace apenas cien mil años. Por lo tanto, somos fundamentalmente seres de emociones y de afectos, base de todo el discurso psicoanalítico.
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Tenemos que enriquecer la inteligencia intelectual e instrumental, de la cual no podemos prescindir si queremos explicar los problemas humanos. Pero ella sola se transforma en fundamentalismo de la razón, que es su locura, capaz de crear el Estado Islámico que degüella a todos los diferentes o la shoah, la solución final para los judíos. Dice el filósofo Patrick Viveret: «Solo podemos utilizar la cara positiva de la racionalidad moderna si la utilizamos amalgamada con la sensibilidad del corazón» (Por una sobriedad feliz, 2012, 41).
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Sin el matrimonio de la razón con el corazón nunca nos moveremos para amar de verdad a la Madre Tierra, reconocer el valor intrínseco de cada ser y respetarlo y para empeñarnos en salvar nuestra civilización. Bien decía el Papa Francisco: nuestra civilización es cínica, pues ha perdido la capacidad de sentir el dolor del otro. Ya no sabe llorar ante la tragedia de miles de refugiados.
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La categoría central de esta visión es el cuidado como ética y como cultura humanística. Si no cuidamos la vida, la Tierra y a nosotros mismos, todo enferma y terminamos por no garantizar la sostenibilidad ni rescatar lo que E. Wilson llama biofilia, el amor a la vida. Todo lo que cuidamos también lo amamos. Todo lo que amamos también lo cuidamos.
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Para mí, el núcleo de la razón instrumental analítica que nos dio la tecnociencia con sus beneficios y también con sus amenazas debe ser impregnado por el núcleo de la razón cordial y sensible.
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Juntas constituyen el nudo de una ecología integral
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Entonces seremos plenamente humanos. Nos sentiremos parte naturaleza y verdaderamente la propia Tierra que piensa, ama y cuida. Entonces podremos creer y esperar que aun podemos salvarnos, sin necesitar pensar como Martin Heidegger: «solamente un Dios nos podrá salvar». Yes, we can.

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