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jueves, 2 de septiembre de 2010
Página Editorial Latinoamericana
CRISIS NARCO EN MÉXICO
Diario El Universal de México
(1) Masacre en San Francisco
Por Alfonso Zárate
Creían que iban al paraíso, o casi; a “la tierra de las oportunidades” y el “sueño americano”. Pero antes de llegar a su destino, los sorprendió la muerte. Una banda de sicarios, entre los cuales había casi niños de 16 años, los sacrificó. Pero este crimen abominable es sólo uno más de los muchos que se consuman a lo largo de un trayecto al que llaman “la ruta de la muerte”, pavimentada por la omisión, la impotencia o la complicidad de las autoridades mexicanas de todos los niveles.
Un hecho providencial —Luis Freddy, ecuatoriano de 18 años, que debía recibir el “tiro de gracia”, logró sobrevivir, escapar y relatar el drama que vivió un grupo de migrantes procedentes de América Central y Sudamérica— le permitió a la Armada de México desplegar un operativo que concluyó con el hallazgo macabro: una bodega en la que se encontraban 72 cadáveres, entre ellos una mujer en avanzado estado de embarazo. Todo ocurrió el domingo 22, día de San Hipólito.
En el municipio de San Fernando, Tamaulipas, la víspera de la matanza, un grupo de zetas interceptó el autobús en que viajaban 73 migrantes (59 hombres, 14 mujeres); los trasladaron a un rancho donde, al parecer, impusieron a las familias una cuota de 2 mil 500 dólares por persona para ser liberados, y a los cautivos se les ofreció la “opción” de iniciarse en el sicariato. La imposibilidad de obtener los dineros para el rescate o su negativa a integrarse a la banda les costó la vida.
Aunque nada, hasta ahora, había sido tan grave como lo ocurrido el 22 de agosto, hace décadas que las autoridades y la sociedad conocen, por reportajes periodísticos y por las denuncias de organizaciones religiosas o de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), el viacrucis que significa para los migrantes transitar por el territorio mexicano en su ruta hacia Estados Unidos: maltratos, extorsión, violaciones, torturas, incluso asesinatos.
Los abusos contra los migrantes constituyen una vergüenza hecha costumbre de la que no queremos hablar porque nos quitaría toda autoridad moral ante los vecinos del norte. Mientras México exige respeto a los derechos humanos de los trabajadores “ilegales” mexicanos en la Unión Americana, aquí todo tipo de autoridades (municipales, estatales, de migración) despojan a nuestros paisanos cuando regresan a México; ellos lo saben y no tienen de otra: en el recorrido a sus lugares de origen van pagando las “cuotas” en dólares o en especie que les fijan autoridades diversas.
¿Qué han hecho, por décadas, las autoridades de la Secretaría de Gobernación? ¿Qué han hecho, concretamente, la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos y el Instituto Nacional de Migración, cuya comisionada, Cecilia Romero Castillo, por simple recato, no debe permanecer en el puesto?
La frontera sur es “tierra de nadie” o, peor aún, está escriturada a los cárteles. En materia de migración, como en otras que conciernen a la seguridad nacional, el gobierno de nuestro país se ha desentendido, no ha querido o no ha podido. Pero ahora, irremediablemente, está en la lupa de la comunidad internacional que, con razón, se escandaliza e indigna. ¿Cuántos casos más se habrán registrado o siguen ocurriendo sin que los medios y la opinión pública se enteren? La otra guerra, ésta que se da contra los migrantes, ha cobrado en los últimos años unas 8 mil vidas. No más silencio, no más crímenes impunes.
(2) Cárceles, una pena para todos
Por Catalina Pérez Correa (*)
La violencia exhibida en los últimos años en los centros penitenciarios del país nos obliga a reflexionar sobre esta parte semioculta de la sociedad de la que sólo nos enteramos en momentos de escándalo. Cuando los hay, los reflectores de los medios anuncian la podredumbre: redes de corrupción y prostitución, manejo de drogas, historias de tortura y abuso sexual, fugas, motines, etcétera.
El 25 de julio, por ejemplo, la Secretaría de Gobernación reveló que en el Cereso de Gómez Palacio, Durango, se permitía la salida por las noches a los reos del penal, y el uso de armas de los custodios y autos oficiales para cometer asesinatos, como el ocurrido en la finca Italia Inn, donde fueron ejecutadas 17 personas.
El 15 de agosto, el periódico La Jornada acusó a la directora del penal El Llano, Aguascalientes, de pasearse por el penal en las noches, usando un pasamontañas para elegir presos al azar para torturarlos con rituales que recuerdan los terrores de Abu Ghraib.
El 6 de agosto, este diario informó de un motín en el Cereso de Matamoros, Tamaulipas, que tuvo como saldo, al menos, 14 muertos. El pasado 25 de marzo, escaparon del mismo penal, con ayuda de los custodios, 41 reos. Sólo durante este mes, en el Cereso de Ciudad Juárez se registraron dos motines. En cada enfrentamiento mueren o son lesionados reos y custodios.
Casi todos los motines surgen entre grupos antagónicos que luchan por el control de las redes de prostitución y de droga que operan en los penales, pero también por controlar el penal. Cada reo(a) debe pagar protección, cama, cobija, derechos de vista, uniformes e incluso comida. Todo cuesta dentro del penal.
Sin duda, habrá quienes opinan que todo es parte del castigo, que quienes están en los reclusorios merecen eso y más por el daño que ocasionan a la sociedad. Si bien los reclusorios no van a “educar”, piensan estas personas, por lo menos tendrán aislados de la sociedad a individuos violentos y antisociales. Sin embargo, si echamos una mirada a la población penitenciaria, vemos que no está compuesta mayoritariamente por delincuentes violentos.
Las cárceles en nuestro país alojan a una población bastante homogénea constituida principalmente por hombres jóvenes de recursos escasos. Un gran número de ellos —cerca de 37%— está acusado por delitos de robo simple (sin violencia), por cantidades menores a los 5 mil pesos. El 42% de la población total está en proceso y no ha recibido sentencia.
Estos hombres (y mujeres) permanecen recluidos por un corto plazo, después del cual regresan a sus poblaciones con ahora mayores desventajas para obtener algún empleo legal. Las cárceles no sirven ni para reeducarlos, ni para convencerlos de no delinquir, ni para lograr sentimientos de solidaridad o de obediencia. Si contribuyen en algo es en incentivar la reincidencia al exponerlos a una realidad violenta en la que son explotados y marginados.
Las razones para delinquir son distintas para cada persona: dinero, venganza, para adquirir estatus, prejuicios, abuso de alcohol, celos, complejos, pasión, aburrimiento, falta de empatía, por gusto y un largo etcétera. ¿Por qué si las razones para delinquir son tan variadas, creemos que una solución única —la cárcel— puede resolverlas todas? Esta fe ciega en el uso de la cárcel para enfrentar todos los problemas de la criminalidad nos ha llevado incluso al absurdo de preferir tener a madres encerradas junto con sus hijos en los centros penitenciarios del país, que pensar en la posibilidad de otras formas de lidiar con el crimen. Estas mujeres y sus hijos(as) viven las mismas condiciones que los otros reclusos: reciben alimentos escasos, de mala calidad y tienen que pagar para recibir visitas, protección, cobijas, ropa y demás haberes.
La criminología reciente subraya la necesidad de evaluar los riesgos y necesidades de cada infractor para poder elegir la respuesta más adecuada: aquella que posibilite un cambio de comportamiento y actitud en él o ella. No sólo debemos ver delitos distintos, sino también personas distintas y razones distintas para delinquir, que exigen respuestas diferentes.
Las cárceles ni reeducan, ni resocializan, ni previenen el delito. A un costo por encima de los 12 mil millones de pesos anuales (¡33% del presupuesto para seguridad pública!) y con las enormes necesidades en materia de seguridad y prevención del delito que tenemos, se vuelve indispensable repensar la asignación de los recursos para seguridad pública y el uso que hacemos de las cárceles.
(*) Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
Diario Expreso de Lima Perú
Perú y Panamá
Ratificando la voluntad del Perú de fortalecer los vínculos comerciales con los países de la región –en el marco de relaciones amplias y dinámicas acordes con la realidad global– el jefe del Estado, Alan García, tras reunirse en Palacio de Gobierno con el presidente de Panamá, Ricardo Martinelli Berrocal, dijo que existe un compromiso para impulsar el establecimiento del libre comercio entre los dos países.
Y es que el libre comercio es una de las piedras angulares del desarrollo económico. Los países que lo entienden como el Perú, salen adelante porque entienden igualmente que para que ello se dé es menester promover las inversiones y trabajar por un marco apropiado de estabilidad en todo sentido. El Perú lo ha hecho y ha logrado coherencia en sus políticas económicas. El puente que ahora se quiere sellar con Panamá es uno más en nuestra fructífera relación con el mundo. Transitar dichos puentes con arrojo y al mismo tiempo con prudencia, pero de todos modos con la mira puesta en el mundo, nuestro gran mercado.
Por ello es importante destacar las palabras del primer mandatario, quien dijo sentirse comprometido a trabajar quemando etapas, para hacer verdadero ese libre comercio “con la superación de todos los obstáculos que sobre las personas, capitales, productos y pensamientos, pudieran alejarnos”.
La política exterior peruana se centra, como es natural y estratégico, en la relación con nuestros vecinos limítrofes y regionales, además de aquellos centros de poder e integración política y económica mundial con gravitación en la aldea global. Sólo así es posible mirar de cerca y lejos, considerando que en un mundo cada vez más tecnificado, esta calificación deviene relativa. Lo importante es estar abiertos a la universalidad sin perder nuestros particularismos. En ese contexto, las relaciones con Panamá –un país que es corredor entre dos áreas clave del desarrollo contemporáneo, el Pacífico y el Atlántico– son necesarias e importantes, por lo que la cita cumbre entre los mandatarios García y Martinelli constituye un hecho auspicioso para nuestro país.
Fortalecer los vínculos comerciales con los países del hemisferio redundará en nuestro crecimiento económico y será un estímulo a nuestra industria exportadora. Panamá es, pero puede serlo aun más, un buen mercado para nuestros productos. Ello se garantizará si logramos, al igual que lo hemos hecho con otros países, dinamizar al máximo el libre comercio con el istmo. Tenemos inversiones panameñas en el Perú y Panamá puede ser un canal para que fluyan las inversiones centroamericanas en el marco de un vigoroso tratado de libre comercio y en relación con el presente y futuro de la poderosa Apec, de la que Perú y Panamá forman parte. Por ello, la urgencia de que el TLC con Panamá sea celebrado a la brevedad posible.
Perú y Panamá miran al mar, pero a nuestro país le falta salir más a su encuentro como Panamá lo ha hecho. Aprendamos lo que sea necesario aprender para hacer realidad ese gran emprendimiento.
Diario La Razón de La Paz Bolivia
Artificios plurinacionales
Por Gustavo Luna
Se ha convertido en una errática —además de fútil— tarea la de evaluar la dirección ideológica de este gobierno. Por ejemplo, desde que asumió, la preocupación del sector empresarial —nacional y extranjero— y de la asustadiza clase media giró en torno a si este gobierno tenía efectivamente la convicción “socialista”, que el nombre de su sigla y su pasado sindical parecía refrendar. De aquella tenue medida “nacionalizadora” de los hidrocarburos del 1 de mayo del 2006 hasta ahora, se ha dejado mucho espacio de acción a los actores privados como para que en el actual escenario no queden dudas que eso de “socialismo” no es más que una sombra fantasmagórica, en su sentido espectral y de letanía.
Lo que este gobierno intentó construir es un nuevo “nacionalismo” diferenciándose, de diversas formas, de aquél de los años 50 del siglo pasado. En primer lugar, adoptando uno sui generis y posmoderno, que se asienta curiosamente en la diversidad de lo plurinacional (lo “indígena originario campesino” y las 36 naciones originarias reconocidas en la actual CPE). En segundo lugar, en que la participación del Estado en el control de la economía es siempre débil frente a la presencia de las empresas transnacionales en sectores estratégicos como la minería y los hidrocarburos.
Las contradicciones de este “nacionalismo” sui generis han saltado con mayor evidencia en estos últimos meses. Frente a los postulados del Estado plurinacional que respeta genuinamente la autodeterminación y los derechos de los pueblos indígenas sobre sus territorios, las últimas acciones del gobierno en el escenario de concertación de la Ley Marco de Autonomías han dejado en claro que la prioridad es reafirmar la unidad del Estado nacional y el derecho de esta entidad sobre el usufructo de los beneficios de la explotación de los recursos naturales existentes en esos territorios en beneficio de las “mayorías nacionales”.
Una muestra de lo anterior se vio en la X Cumbre de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y del Tratado de Comercio de los Pueblos (TCP), en junio de este año, en la que los presidentes de Bolivia, Ecuador y Perú (sí, el mismo de Alan García), esgrimieron similares argumentos en torno al derecho de consulta y autodeterminación sobre sus territorios de los pueblos indígenas, descalificándolos como riesgosos para el desarrollo de sus países.
Sin calificar lo acertado o desacertado de esta orientación, lo que quedó en blanco y negro es que eso del respeto a la autodeterminación y a lo plurinacional parece que fue una estrategia política del MAS para, en el inicio, montarse en la demanda de las naciones originarias (que minaron efectivamente los gobiernos neoliberales con su demanda de Asamblea Constituyente) para, luego, consolidar su hegemonía nacional a través del voto, desde el 2008 hasta llegar —aunque debilitado— a abril del 2010.
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