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martes, 11 de enero de 2011

Página Editorial Latinoamericana: Kirchner, la construcción de un mito

Introducir el factor mitológico en el proceso político enrarece la discusión racional y desapasionada de nuestros problemas

Diario La Nación de Buenos Aires

La muerte de Néstor Kirchner ha conseguido que el Gobierno acentúe la tendencia a hacer de la exaltación de las personalidades una dimensión central de su política.

En esa propensión exagerada al culto de figuras dominantes, la fisonomía del actual oficialismo se confunde con las inclinaciones notorias de otros movimientos políticos. La del fascismo, tan presente en la hora fundadora del peronismo. La del estalinismo, que alimentó las fantasías más juveniles de figuras que han terminado, con el paso de los años, por recalar, sin explicación alguna de su pasado, en el movimiento "nacional y popular" que gobierna desde 2003. La del castrismo, que ha envenenado a generaciones de latinoamericanos, como ahora lo hace el chavismo, con la dialéctica del atraso y la violencia que pregona y practica.

Tras la desaparición de Kirchner, el discurso oficialista ha ingresado en la fase más audaz que se le conociera. En el afán por encumbrar al ex presidente en un imaginario panteón nacional, ahora se entrega con denuedo a la creación de un mito. A poco más de dos meses de su fallecimiento, el nombre del difunto se esparce para denominar espacios públicos y, de paso, erigir monumentos.

En las oficinas del Estado, la imaginación acecha a la caza de comparaciones inesperadas. Una de ellas aprovecha la casualidad de que el ex presidente cumplía años el mismo día que José de San Martín para equipararlo con el padre de la Patria. El responsable de la agencia estatal de noticias, Télam, fue más allá todavía y dejó con la boca abierta a propios y extraños al proponer la asimilación de Kirchner a Jesucristo. Lo menos que se puede decir es que ha hecho méritos suficientes para que lo promuevan al Indec.

Tanto empeño por sacralizar a un caudillo no debe ser justificado, pero sí puede ser comprendido. Es, en principio, consecuencia del nepotismo. Así como contamina el organigrama institucional con vinculaciones privadas, esta deformación busca imponer en la esfera colectiva sentimientos emocionales que pertenecen a la intimidad familiar. Aquí y hoy, quien ocupa la primera magistratura no sólo es la heredera de un legado político; también es la viuda del ex funcionario fallecido. Su historia conyugal se entrelaza, entonces, con la vida del Estado. Es previsible, aunque no tolerable, que alguien envuelto en esa confusión termine oficializando los dolores propios. Desviaciones de esa naturaleza hunden sus raíces en la historia nacional moderna. Especialmente en la del partido gobernante.

Además de haber hecho desde temprano un culto de su fundador, como quedó reflejado en la letra de "Perón, Perón, qué grande sos, mi general, cuánto valés", el peronismo involucró en un tiempo a toda la comunidad en los lutos de facción. No hace falta recordar la severidad con que esa operación se llevó adelante cuando sobrevino la muerte de María Eva Duarte de Perón, en julio de 1952.

Fue un duelo sentido por millones de argentinos, pero que se impuso a otros a palos. El empleado público que evadía ponerse la corbata negra de rigor en aquellos tiempos, quedaba en la calle. Al insistir, pues, en la socialización de su duelo, el oficialismo de estos días obedece al mandato de aquella tradición que otros peronistas -más peronistas, en realidad, que kirchneristas- han dado por superado.

En la ímproba tarea de convertir a Kirchner en un prócer, el kirchnerismo debió haber esperado a que el tiempo elaborara un balance más equilibrado y despojado de controversias a flor de piel como las que ventilan. Aun así, le ha de ser difícil alcanzar aquel objetivo, sobre todo si la sacralización de su máximo exponente y su proyección a un panteón nacional van asociadas, como debería ser del caso, a la promoción de auténticos valores republicanos: el pluralismo, el reconocimiento de los derechos de las minorías políticas, la democratización de las decisiones, la administración escrupulosa de los recursos públicos, etcétera.

Uno de los riesgos de operaciones como la que comentamos es que, al introducir el factor mitológico en el proceso político, se enrarece la discusión racional y desapasionada de los problemas. La trampa discursiva aparece una y otra vez en las manifestaciones de la Presidenta, que aluden de manera insistente al esposo fallecido para hacer notar la legitimidad de algunas de sus decisiones.

Las iniciativas del Gobierno o, por decirlo en la jerga oficial, "el modelo", pretenden adquirir de ese modo un carácter ajeno a este mundo de penas. Es como decir que su principal fundamento no es que convenga al país en las actuales circunstancias, sino que debe acatarse por obediencia al mandato de un "más allá" que queda sustraído, por definición, a cualquier debate. En la medida en que se reduce el espacio de la crítica, se desalienta el intercambio de puntos de vista y se intenta infundir a la acción oficial un insostenible barniz religioso.

De allí que la construcción del mito de Kirchner termine siendo, con prescindencia del éxito final por levantarlo, otra expresión de autoritarismo e irracionalidad en el ejercicio del poder.

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