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domingo, 24 de abril de 2011

SEMANA SANTA: O LOS PROBLEMAS DE LA SANTIDAD

Por Hugo Latorre Fuenzalida

Supuestamente somos pertenecientes a la cultura cristiana y occidental, como gustaba decir a Pinochet y sus secuaces. Entonces, asumimos las festividades y los ritos propios de esa cultura cristiana, y a la modalidad occidental (pues también existe según los ritos de la Iglesia Ortodoxa y en su vertiente netamente Oriental).

Pero lo importante está en saber si esta “cultura cristiano occidental” ha significado algo para la humanidad que vive en esta parte del planeta.

Indudablemente el paradigma cristiano de la cultura ha impuesto una pulsión de progreso, de caminar hacia un destino, una especie de teodicea que luego se tradujo en finalismo o metafísica de lo histórico-humano (San Agustín en la “Jerusalén Celeste”; Hegel; Teilhard de Chardin en el Alfa y Omega de “El fenómeno humano”. El mismo Einstein se enoja con los sabios de la escuela de Copenhage, cuando estos plantearon sus teorías quánticas y las lógicas del azar que rigen los fenómenos subatómicos. Einstein respondió airado de que “Dios no jugaba a los dados” con la vida. Finalmente, a pesar del enojo de ese gran sabio, la naturaleza parece que en verdad juega al azar en cada uno y todas sus estrategias.

Pero la cosmovisión cristiana planteó desde sus inicios la promesa de un destino, de una finalidad salvífica que se expresa en la historia y se encarna en la persona del Mesías, como mediador fundamental de este proceso. “Yo soy el camino y la vida”.

Pero, como toda visión desplegada en un tiempo histórico definido por su cultura (Heidegger dice que el SER se construye en el corto espacio de la vida y la circunstancia), el mensaje de Jesús de Nazaret impone una visión estática de lo mundano: “Siempre habrá pobres en la tierra”; “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Estas dos citas dan para señalar un sesgo de desentendimiento o enajenación de lo humano social e histórico, es decir del ejercicio del poder, que en el fondo no es otra cosa que la conducción de la convivencia y la cultura que arrastra o impulsa a las comunidades de hombres. Es desde ahí donde de manera privilegiada se conforman los caminos históricos y de destino de la humanidad, lo que no es despreciable.

Pero en la visión espiritualista y personalista del cristianismo que predica el Nazareno, esta dimensión política no aparece. El vínculo es teocéntrico, no antropocéntrico. Dios es el que teje la historia, no el poder de los hombres. En ese sentido es mucho más ligado al discurso del Antiguo Testamento que la forma en que desde finales del Medioevo se traduce la vinculación de la fe con la historia de los hombres. Santo Tomás de Aquino desplegará un gran esfuerzo teórico para armonizar las razones de Dios con las lógicas históricas, las que no serán retomadas hasta el Concilio Vaticano II y toda la escuela del “Aggiornamento” de lo humano y lo divino.

México y la Iglesia de los pobres
En América Latina se conocieron los formidables documentos de la Iglesia Latinoamericana, expuestos desde la década de los 50 hasta los 70 del siglo XX. Luego, con el pontificado de Juan Pablo II, se regresa al intimismo ritual y al repliegue de la Iglesia a su verticalidad más irrestricta, con lo cual la Pontificia Iglesia Católica y Romana, centraliza toda gestión humana de su comunidad desde las congregaciones autorizadas, frenando y también apagando esa irradiación popular que la Iglesia había encendido en los tiempos de mayor efervescencia reivindicativa de la región latinoamericana, tiempo en que la Iglesia Católica fomento, condujo y alentó procesos de justicia y reivindicación humana de manera contundente y categórica.

Ahora podemos ver una Iglesia con aspecto de organismo decadente, agónico, como sociedad viviendo su tiempo postrero. Puede ser sólo apariencia, pues la gente de fe cree que el Espíritu Santo es capaz de sacar a flote un nuevo ánimo y una nueva vitalidad e inteligencia superior, incluso en situaciones que parecen terminales.
Pero si bien la Iglesia, y las religiones cristianas en general, son elemento central en la conformación de una cultura histórica en Occidente, lo que importa es cómo ha irradiado esa doctrina cristiana en las formas de acomodar la vida y sus cuitas, en el pensar y hacer de los políticos y en la conducta moral y en la ética colectiva de los hombres que dicen ser herederos de esta visión humana de la historia.

Mirado desde las alturas de la doctrina, podemos decir que la dimensión espiritual que San Agustín demanda a la “Ciudad de Dios” y que la antepone a Babilonia y a Roma, como la “Ciudad terrena” y corrompida, la situación no ha mejorado mucho en el transcurrir de los siglos y milenios.

Es cierto que fruto de esta doctrina religiosa y humanista, se han consagrado ciertos derechos para los hombres, derechos que la misma acción de los hombres se encargan de transgredir y pisotear de manera reiterada y escandalosa.

Esta contradicción esencial entre formalidad declarativa y realidad pragmática, entre vocación y concreción, lo deja estampado el pintor Paul Klee en el cuadro llamado “El Angel de la Historia”, donde aparece ese ángel, que representa a la historia humana, como destino, intentando levantar el vuelo, desplegando inicialmente sus alas, atraído por un fuerte impulso que viene del horizonte, del futuro; pero permanece con la cabeza vuelta hacia atrás, contemplando con mirada despavorida el pasado, lo que queda a sus espaldas, es decir montañas de calaveras, de todas las víctimas inocentes del actuar deletéreo del hombre a través del tiempo.

Y esta parece ser la condición más real y dolorosa de la historia humana. Actualmente, ya en el siglo XXI, con los avances tecnológicos traídos por el formidable y contradictorio siglo XX, tenemos una humanidad todavía victimizada en la violencia, el hambre, la miseria y la degradación moral y física. Pero lo peor es que esta humanidad menesterosa coexiste con otra fracción de los hombres que se aíslan en una abundancia saudita, donde los privilegios de lo material y lo intelectual no les invita a mirar, como el ángel citado, a las víctimas del entorno actual ni del pasado, sino que, más bien, les autoriza a decretar una especie de libre juego, producto de una doctrina que legitima y avala la ética del “dejar hacer”, afincado en un hedonismo prescindente, donde todo goce es aceptado como un derecho adquirido de los triunfadores, a expensa de los vencidos, que ya nada tienen que hacer en esta lucha agonal y sin barreras (es decir, globalizada) por la vida.

Esto queda patente en la forma en que el discurso sobre la lucha contra la desigualdad y la pobreza se asume por los países ricos. Todos han declarado en Monterrey aportar fondos a la lucha por el desarrollo y sacar a la humanidad de la pobreza, han prometido abonar el 0,7% de su PIB (Producto Interno bruto) que alcanza a los 30 billones de dólares aproximadamente.

Luego de esta promesa , al pasar de los años, vamos cayendo en la cuenta que ese grupo de países ricos no sólo no ha llegado a acercarse siquiera a la promesa de la cifra prometida, sino que proporcionalmente la ha reducido, desde menos del 0,3% del PIB a poco menos del 0,2% de sus PIB.

En este mismo tiempo, se han invertido más de 5.000 millones de dólares por mes, en la intervención bélica en Irak; sumando 130.000 millones de dólares gastados en los primeros 18 meses de acción bélica, cuando con 1000 millones de dólares mensuales se hubiese podido solventar todo el programa de ayuda para el desarrollo de Africa, que entrega más de 8 millones de muertos al año, víctimas del hambre, las enfermedades y la violencia.

Indudablemente nuestra cultura está llegando al tiempo de una civilización tecnocrática y corrompida, con gran desarrollo tecnológico, pero con una decadencia ético moral que dejará a ese “ángel de la historia” con el rostro y la mirada de espanto vuelta hacia atrás, sin poder desplegar el vuelo hacia la promesa del paraíso que asoma en el horizonte de la historia, encarnada en la metafísica religiosa y filosófica que ha alimentado la esperanza secular de Occidente.

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