CANDIDATO REPUBLICANO EN EE UU
DONALD TRUMP Y EL SÍNDROME DEL PEQUEÑO FARAÓN
El fenómeno de Donald Trump en las encuestas del partido
republicano reproduce en política la psicología y la cultura de uno de sus
negocios favoritos: Miss USA y Miss Universo. En estos alardes machistas a la
frivolidad femenina, los espectadores consumen un ideal que no pueden alcanzar:
ser jóvenes, hermosas y famosas a un mismo tiempo. Está de más decir que no las
eligen por su inteligencia, aparte de la obscenidad de someter a estas pobres
mujeres (semidesnudas y haciendo equilibrio sobre tacones alineados) a
preguntas que tal vez un intelectual no respondería elegantemente en los diez
segundos disponibles, escribió Jorge Majfud, escritor uruguayo Jorge Majfud.
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Los seguidores de Trump comparten algo con su candidato,
porque la empatía es la base de la política del consumo: el rudimento
intelectual, la glorificación del Ego y su reivindicación de la arbitrariedad,
la catarsis colectiva del insulto personal y su correlativa negativa a la
disculpa, revela mucho de grupos sociales, tradicionalmente dominantes, que se
sienten amenazados por una creciente diversidad étnica, cultural y
probablemente ideológica. Las últimas investigaciones muestran que el
secularismo y aquellos que no se identifican con ninguna iglesia han ido
creciendo en un país tradicionalmente religioso mientras en el resto del mundo
el proceso es el inverso.
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Si consideramos que el 66 por ciento del senado
estadounidense está compuesto de millonarios, que el uno por ciento representa
al 99 por ciento de la población y a ello todavía se llama democracia,
fácilmente podremos ver una contradicción neurótica entre deseo y realidad. Al
igual que Hollywood, la política vende deseo (el de pertenecer algún día al uno
por ciento) para sostener una realidad opuesta (el 99 por ciento nunca podrá
ser parte de ese uno por ciento).
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La política como espectáculo es un fenómeno global, pero
Trump ha alcanzado la cúspide. Pueden ocurrir dos cosas: que ese orgasmo dure
lo suficiente como para que le gane a un Bernie Sanders (a quien la prensa
etiqueta como “populista”, como si Hillary, Trump y toda la industria de la
publicidad no fueran ejemplos extremos de populismo), o que estemos cerca del
declive acelerado de la reacción a otra realidad imparable: el recambio
demográfico.
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Majdud señala que su recurso dialectico consiste en decir
que todo ha empeorado en este país y que la solución consiste en “yo lo haré”
sin dar la mínima pista de cómo piensa hacerlo. Como no puede explicar cómo
piensa hacer lo que dice que va a hacer recurre a algo que muchos
estadounidenses hacen muy bien: creer. ¿Por qué debe la gente creer que él
sabrá cómo hacerlo? Porque es rico. Si alguien tiene dinero, entonces es un
ganador, y si es un ganador es porque tiene razón. La misma lógica se aplicaba
en la Edad Media: cuando uno de los contrincantes derribaba al otro caballero
en una lidia, la fuerza de su brazo demostraba que tenía razón, ya que Dios no
iba a ser tan injusto como para darle más fuerza a quien estaba equivocado. Con
esta misma lógica, Rocky Marciano hubiese demostrado que Albert Einstein
deliraba. No solo porque no hubiera resistido el primer puñetazo en la cara
sino porque era un modesto profesor de Princeton.
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La idea de que ser rico prueba que uno está en lo cierto fue
confirmada por la teología calvinista, que es básicamente sobre la que se
asienta la ética de gran parte de la población de este país. Si Jesús dijo que
era más probable que un camello pasase por el ojo de una aguja a que un rico
alcanzara el reino de los cielos, el protestantismo demostró lo contrario: si
eres rico, es porque has sido bendecido por Dios y el oro aquí en la tierra
demuestra que recibirás todo el oro del cielo cuando te mueras.
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No es raro, entonces, que casi todo el mundo hoy asuma que
el progreso científico, tecnológico y social del que disfrutamos se debe a los
ricos y a hombres de negocios, cuando cualquier lista de científicos,
inventores y activistas sociales que promovieron libertades que hasta no hace
mucho estaban vedadas y resistidas por los conservadores en el poder, no tiene
nada de ricos sino todo lo contrario: la mayoría ha trabajado siempre en
universidades, en organismos estatales como la NASA o son asalariados de
compañías privadas. Casi todos pertenecen a la clase media y casi ninguno se
dedica a los negocios ni tiene tiempo para invertirlo en la bolsa de valores ni
en ninguno de los mega negocios de señores como Donald Trump.
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Pero como las narrativas sociales proceden de quienes
ostentan el poder social, y éste radica en los capitales financieros, no es
extraño que las hormigas admiren tanto al oso hormiguero y hasta lo elijan,
sistemáticamente, como senador o como presidente. Por supuesto que el comercio
ha mejorado históricamente a las sociedades desde antes de la invención de la
escritura. Pero una cosa es que las sociedades se sirvan del comercio y otra es
que el comercio use a las sociedades como comodities. Es en este momento cuando
se convierte en una ideología dominante. Se lo puede ver en la educación y en
las universidades: ya casi no queda espacio para la formación integral del
individuo: lo que importa es estudiar una carrera que deje dinero. Esto se
llama “retorno” y se mide meticulosamente en un mundo que lo cuantifica todo.
Se ve también en el desplazamiento de las humanidades por las facultades de
negocios y en el mismo intento de las humanidades por probar que son capaces de
formar empleados y empresarios.
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Agrega el ecritor Majdud que “no obstante, Donald Trump
tiene un mérito enorme, tan grande que se protege solo contra la inteligencia
de su propio electorado. Un slogan que le gusta repetir es “Soy rico,
inmensamente rico”. Recientemente, en el primer debate republicano en Cleveland
se vanaglorió de la forma en que usa su dinero: “Le dije a Hillary Clinton que
vaya a mi boda. No tuvo elección, ya que yo había puesto dinero para su
fundación”.
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