OPINIÓN POLÍTICA DE CARLOS PEÑA-KRADIARIO
EXPLICACIÓN DE UN FRACASO
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Por Carlos Peña (*)
¿A qué se debe que la desaprobación del Gobierno
y de la Presidenta haya llegado al extremo de infligir a Piñera la única
derrota que a él no debe dolerle?
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Los fracasos gubernamentales no tienen más que dos
explicaciones básicas: el camino elegido por el Gobierno es el correcto, pero
quienes lo integran son torpes a la hora de transitarlo, o el camino escogido
es erróneo y aunque se ponga esmero y cuidado al recorrerlo, el resultado será
peor.
¿En cuál de esas alternativas se encuentra el gobierno de la
Presidenta Bachelet?
En una tercera: el camino es erróneo y los encargados de
transitarlo además son torpes.
Todo comenzó el año 2010, cuando triunfó Piñera.
Entonces se instaló una pregunta: ¿por qué Bachelet no logró
entregar el gobierno a un miembro de su misma coalición? La respuesta, mirada a
la distancia, fue realmente tonta: lo que habría ocurrido es que la coalición
no fue suficientemente crítica con su propia obra de casi dos décadas. Al cabo
del gobierno de Piñera esa respuesta tonta se esparció: la sociedad chilena
estaba anhelante de una comunidad que la modernización había destruido, la
inequidad se había vuelto intolerable, la educación era una máquina de
reproducir desigualdades, el lucro se había extendido por todos los
intersticios como una infección. Como suele ocurrir con los simplismos, en todo
ello había unas gotas de verdad que, al exagerarse, se transformaron en
tonterías.
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Ese diagnóstico (que no estaba motivado por la reflexión
sociológica, sino por el fracaso electoral) produjo un fenómeno cuyos efectos
muestran hoy las encuestas.
Las mayorías que cambiaron sus condiciones materiales de
existencia en dos o tres décadas (algo que antes tomaba dos o tres
generaciones), que accedieron al consumo; que por vez primera escogieron
colegio para sus hijos; que integraron a sus expectativas la educación
superior, y que vieron todo eso como el fruto de su esfuerzo, como un logro que
era el resultado de sí mismos, se enteraron de pronto, por boca de algunos
intelectuales de la Nueva Mayoría, que todo era un engaño, una fantasmagoría.
El consumo -se les informó- los enajenaba y era una ocasión para que se los
sobreexplotara; la elección de colegio no era más que despreciable arribismo;
la educación superior, un simple engaño cuyo producto eran cartones de
utilería. Lo que las mayorías creían era el fruto de su esfuerzo personal y
familiar, un fruto trabajoso de su autonomía, algo de lo que se sentían
orgullosos, pasó a ser una experiencia derogada por el diagnóstico que alentó a
la Nueva Mayoría.
Según enseña Hegel, cada ser humano aspira a que el valor
que se asigna a sí mismo y a su propia trayectoria vital sea también reconocido
por los demás. Solo así, advierte, esa trayectoria vital llega a ser verdad.
Pues bien. El diagnóstico que exageró la Nueva Mayoría, en vez de reconocerles
la dimensión valiosa de su esfuerzo, les enseñó que su propia trayectoria vital
era una engañifa.
¿Alguien puede extrañarse, después de eso, de que la
ciudadanía -las grandes mayorías que cambiaron su vida en las dos o tres
últimas décadas y cuya trayectoria ha sido devaluada- no se reconozcan a su vez
en los proyectos y en los esfuerzos del Gobierno y por eso lo desaprueben?
Y lo peor de todo es que ese diagnóstico ni siquiera es
sincero, como lo prueba el hecho de que el Gobierno no ha sido capaz, ni
tampoco ha puesto el empeño, de elaborar proyectos que estén a la altura. Como
suele ocurrir con las exageraciones, ellas acicatean la fantasía, pero no
logran modificar la realidad. Eso es lo que podría explicar que el Gobierno sea
el más ambicioso de las últimas décadas y, al mismo tiempo, el más torpe a la
hora de ejecutar sus ambiciones.
Es verdad que había que independizar el acceso a la escuela
de la renta familiar; regular las universidades; proteger a los consumidores;
mejorar las relaciones laborales. Todo eso era, y sigue siendo, imprescindible.
Pero, ¿por qué adornarlo con diagnósticos y exageraciones de una mala
sociología que acabó despreciando la experiencia vital de las grandes mayorías?
No cabe duda.
En política, como en casi todo, los errores son casi siempre
intelectuales.
(*) El autor es columnista estable de El Mercurio
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