Desde que finalizaron las guerras civiles en Nicaragua (1990), El Salvador (1992) y Guatemala (1996), cada cuatro o cinco años se redibuja el mapa político de Centroamérica. En este enero de 2012, en dos de esos tres países, Nicaragua y Guatemala, se han instalado sendos gobiernos de signos políticos e ideológicos opuestos. El primero, autoritario populista de izquierdas, y el segundo, de derechas con visos militaristas. Pero también ambos se diferencian por su legitimidad de origen.
A diferencia de Otto Pérez Molina, quien tomó posesión el pasado 14 de enero, como Presidente constitucional de Guatemala, Daniel Ortega, instalado cuatro días antes, fue electo en abierta violación a la Constitución Política, cuyo artículo 147 taxativamente prescribe que "No podrá ser candidato a Presidente ni Vicepresidente de la República" quien "ejerciere o hubiere ejercido en propiedad la Presidencia de la República en cualquier tiempo del período en que se efectúa la elección para el período siguiente, ni el que la hubiere ejercido por dos períodos presidenciales". Ortega fue Presidente, la primera vez de 1984 a 1990, y la segunda de 2007 a 2012.
Pérez Molina, un general retirado, jefe de Inteligencia durante los años crudos de la guerra civil que dejó más de 200.000 muertos y desaparecidos en Guatemala, triunfó en segunda vuelta, mientras que Ortega lo hizo en primera, con un margen mañosamente abultado que ni el Consejo Supremo Electoral de Nicaragua ha podido justificar, ni el inventado "acompañamiento" electoral internacional explicar.
Las ceremonias de toma de posesión fueron distintas. Siguiendo el protocolo, Guatemala y Nicaragua cursaron invitación a todos los países con los que tienen relaciones diplomáticas, pero ni la cantidad ni el nivel de las delegaciones fue igual, tampoco el trato que se les dio.
En Nicaragua, Ortega no contó, a diferencia de Pérez Molina, con la presencia de los presidentes de México, Colombia y Costa Rica, ni de una delegación oficial de Estados Unidos, anunciada oficialmente por el presidente Barack Obama dos días antes, pero hizo todo lo posible por exaltar a dos de sus socios: Hugo Chávez y Mahmoud Ahmadineyad, las "estrellas" de su acto de reinvestidura. El Príncipe Felipe de Borbón prácticamente fue relegado a actor de reparto.
En su discurso, Ortega pretendió proyectar a escala internacional su mesianismo provinciano. Habló de la paz mundial, defendió a capa y espada el derecho de Irán a desarrollar su programa de energía nuclear, y condenó las sanciones que le ha impuesto la comunidad internacional.
Pero lo patético de esto es que Nicaragua no recibe nada a cambio del apoyo político de Ortega al dictador iraní, ni siquiera la promesa de condonación de una deuda que data de los años 80 del siglo pasado y cuyos intereses la han elevado a US$ 164 millones.
La primera vez que Ahmadineyad visitó Nicaragua, para la segunda toma de posesión de Ortega en 2007, habló de grandes proyectos de cooperación en el sector energético, construcción de viviendas de carácter social, fábricas de vehículos pesados y la posibilidad de condonar la deuda. Nada de esto ha ocurrido.
Como era de esperarse, la gira ALBA -no latinoamericana- de Ahmadineyad, que buscaba oxigenarse fuera de su entorno natural, causó revuelo en el hemisferio. Aunque no resultó extraño que asistiese a la toma de posesión de Ortega ni sus visitas a Venezuela, Cuba y Ecuador. Sin embargo, cuando el Canciller designado de Guatemala anunció que el iraní participaría en la ceremonia inaugural del presidente Pérez Molina, el ambiente se enrareció más, y éste tuvo que corregir a su futuro Ministro de Exteriores y la Cancillería emitió un Comunicado oficial aclaratorio, aunque eso no calmó a la prensa y la oposición guatemaltecas, ni aplacó la desconfianza de Washington.
Mahmoud Ahmadineyad finalmente no asistió y la ceremonia inaugural transcurrió con toda la formalidad de la toma de posesión de un Jefe de Estado, a la que por primera vez en la historia de Guatemala asistieron las más altas autoridades del Estado, incluyendo cuatro mujeres: la vicepresidenta de la República, la presidenta del Organismo Judicial, y la vicepresidenta y la secretaria del Legislativo. Distinta la de Ortega, que fue una penosa parodia cargada de retórica hueca, música, flores, colores y juego de luces, en la que nada dijo sobre los problemas que aquejan a los nicaragüenses ni sobre el futuro de la democracia.
El discurso del presidente Pérez Molina (izquierda) fue todo lo contrario al de Ortega. Con mucho realismo describió la Guatemala que estaba recibiendo: un país "en crisis", agobiado por la corrupción, la impunidad, la violencia criminal, el narcotráfico, la inseguridad, instituciones prácticamente débiles y colapsadas, las extorsiones, la pobreza y la pobreza extrema, y la desnutrición. En síntesis un país que corre el riesgo de "una quiebra económica y moral".
Frente a esa terrible realidad, los retos que habrá de enfrentar el Presidente en sus cuatro años de gobierno son descomunales y el plan que propuso a los guatemaltecos, más que ambicioso, convocándoles a comprometerse con tres pactos: el primero, por la paz, la seguridad y la justicia; el segundo, por una reforma fiscal; y el tercero, denominado "Hambre Cero". Cada uno de esos pactos conlleva una estrecha coordinación interinstitucional, funcionarios públicos honestos, transparentes y sujetos a la rendición de cuentas, y una decisiva participación de la ciudadanía.
Si podrá lograr lo que ha prometido, como por ejemplo reducir a la mitad la tasa de homicidios al finalizar su gobierno, refundar y modernizar las instituciones, acabar con el narcotráfico y el crimen transnacional organizado y garantizar "tres tiempos de comida en la Guatemala profunda", sólo el tiempo lo dirá. No obstante, desde ya hay organizaciones locales e internacionales, en especial, defensoras de los derechos humanos, que abrigan temores de una eventual remilitarización del país a nombre de restaurarle la seguridad perdida por la violencia criminal.
(*) Roberto Cajina, consultor civil de Seguridad, Defensa y Gobernabilidad Democrática.
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