Desde hace mucho tiempo que los amos del mundo no son los gobiernos, sino los dirigentes de un puñado de instituciones financieras internacionales que tienen el monopolio del control del dinero a escala global. Estos son secundados por los altos ejecutivos de unas cuantas organizaciones. Desde ese Olimpo difuso y tenebroso los dioses del dinero dirigen los pasos de los bancos centrales de todo el mundo manejando las políticas monetarias de los países y determinando el valor de la moneda y la estabilidad financiera de los Estados.
En un escalafón inmediatamente inferior se encuentran los mandamases de las grandes corporaciones transnacionales cuyo flujo financiero supera en mucho la riqueza de la mayor parte de las naciones.
Estas empresas son, al mismo tiempo, las principales fuentes de financiamiento de los partidos políticos —de todas las tendencias—, así como de los grandes centros de investigación científica, de las universidades y de los laboratorios de ideas o think tank a escala planetaria. Por lo mismo, el poder político se encuentra absolutamente subordinado a los intereses de estas grandes entidades y corporaciones, lo cual las pone por encima de las leyes a que deben someterse los ciudadanos de todos los países.
Sin importar el color de los emblemas políticos imperantes ni el tenor de los discursos de los ocasionales jefes del rebaño humano puesto bajo su arbitrio, el telón de fondo de los vaivenes a que se ven sometidos los pueblos del mundo es orquestado tras bambalinas por los dioses del dinero. A cierto nivel, da lo mismo Obama, Cameron, Rodríguez Zapatero, Rajoy, Sarkozy, Chávez, Ahmadineyad, Gadafi o cualquier otro. Pocos saben que hasta Lenin fue un hombrecillo al servicio de los Rothschild. Los dioses del dinero están por encima de todos los sistemas políticos. Todas las estructuras de poder se asientan, a fin de cuentas, sobre la base del dinero que ellos proporcionan.
En todo caso, la ilusión de la democracia y el progreso material de los pueblos es el mejor de los camuflajes a que aspiran. Profitan de la democracia lo mismo que de las dictaduras de cualquier cuño. La existencia de excepciones, como los ocasionales “ejes del mal” tipo Corea del Norte, Irán, Libia, Siria y Cuba, entre otros —antes fue la URSS—, no son más que justificaciones para desarrollar onerosos planes de defensa que se transforman luego en fuentes de riqueza para los mismos señores de siempre.
Así como la Guerra de Secesión fue, de la mano de Cornelius Vanderbilt, Andrew Carnegie, J.P. Morgan y David Rockefeller, la fuente de la riqueza de los primeros grandes imperios económicos de los Estados Unidos, las guerras sucesivas, todas las guerras, sirvieron para los mismos efectos; a saber, para la consolidación del imperio económico de unas cuantas dinastías de grandes especuladores financieros que tejen sus redes a escala global.
La verdad es que la democracia es una artimaña más de las élites para mantener el control de las masas y de los mercados mundiales bajo el yugo de sus directrices. Los responsables de las organizaciones que ejercen el verdadero poder no son elegidos por los pueblos y el público no está informado de las decisiones que toman entre cuatro paredes y que afectan al mundo entero.
Tanto el endeudamiento de los países como los tratados de libre comercio que firman a diestra y siniestra para dar satisfacción al instinto mercantil de sus élites son las cadenas con que los dioses del dinero, por medio de ese mecanismo de coacción llamado “globalización”, transfieren cada vez más cuotas de poder desde los Estados nacionales hacia los cenáculos que ellos regentan.
Mientras la gente siga creyendo que en verdad es posible ejercer alguna clase de libertad depositando papelitos en urnas cerradas cada cierto tiempo, la democracia —el gobierno del pueblo—, continuará siendo un espejismo.
El ejercicio del voto popular no es un ejercicio de libertad, sino una mascarada del poder. Después de todo, dado lo oneroso de las campañas políticas, casi no es posible ganar ninguna elección que no haya sido bendecida previamente por los dueños del dinero. Y las revoluciones populares tampoco constituyen una opción en tal sentido ya que no hay revolución posible sin armas, las que también se compran con el dinero que manejan los que generaron el sistema contra el que se rebelan los líderes populares.
Todo esto nos indica claramente que los dioses del dinero tienen los hilos para manejar el mundo, siendo el capital el medio más importante para mantener el control a escala global.
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