COLUMNISTA-PEÑA-KRADIARIO
CAMBIO DE GABINETE
Por Carlos Peña

¿A qué se debe ese tono?
Para saberlo es imprescindible recordar que en los dos
gobiernos de la Presidenta Bachelet ha habido cambios de gabinete con el mismo
tono de inflexión, con la misma apariencia de estar doblando la esquina
definitiva.
En esa repetición está la primera pista.
Cuando las cosas ocurren dos veces -la primera como tragedia,
la segunda como comedia, según la frase que Marx atribuye a Hegel- debe haber
algo subyacente que lo produce.
¿Qué hay de común en los dos gobiernos de la Presidenta
Bachelet para que en ambos el cambio de gabinete -habitualmente un trámite
ordinario- adquiera ribetes dramáticos? ¿Por qué en ambos el cambio de gabinete
se parece a un sueño que se apaga?
Todo eso es culpa del propio Gobierno y su manía de
profundidades: de cambios estructurales, profundos, inaugurales. Ese obvio
anhelo que a veces asoma en la Presidenta Bachelet de ver la política, y su
propio quehacer en ella, como una actividad salvífica.
La Presidenta Bachelet, tanto en el primer gobierno como en
este, ha creído ver en la sociedad chilena la necesidad de un cambio profundo
que ella encarnaría. Primero fue el gobierno ciudadano, la tesis del
empoderamiento general, todo el poder a la gente de a pie; ahora fue la tesis
según la que habría un movimiento subterráneo que hacia imprescindible y
urgente refundar el proceso modernizador para proveerlo de una legitimidad de
la que carecía. Pero no era ni lo uno ni lo otro. A poco andar se advierte lo
obvio: la profundidad no existía, la estructura no estaba. Eran el fruto de una
manía. Y el resultado salta a la vista: el cambio de gabinete -uno de los
trámites más ordinarios de la política- adquiere el cariz casi sentimental de
un abandono.
Esa es la razón de por qué este cambio de gabinete semeja el
capítulo de un drama sentimental: para un gobierno que anhela profundidades,
cualquier tropiezo, por frecuente que sea, equivale a una desilusión.
Es como si ambos gobiernos (el del 2006 y el de ahora)
hubieran estado presos de una manía de profundidades amenazada, a poco andar,
por la decepción.
Y es que esa manía de profundidades en vez de contribuir a
los cambios reales (el educacional, el laboral, el constitucional o cualquier
otro) acaba entorpeciéndolos, haciéndolos tropezar con su propia exageración,
sustituyendo el cambio por la retórica, la realidad por su fantasma, la crítica
genuina por la queja ignorante ¿No ocurrió ya esto con la reforma educacional?
¿No está ahora a punto de ocurrir con la vaga alusión a un proceso
constituyente? ¿No ocurre en ambos casos que la imaginación retórica encubre la
realidad?
La manía de profundidades en vez de poner atención a los
detalles, se esmera en construir una justificación global; en vez de atender a
las naturales desavenencias del proceso político, se cuida de fomentar las
simples lealtades; y en lugar de estar alerta frente a las consecuencias, se
preocupa nada más de las convicciones. Así, en vez de diseñar bien la reforma
educacional, se puso más atención al discurso que presumía justificarla; en vez
de poner oídos a las discrepancias que habrían ayudado a corregir errores, se
las apagó haciendo sinónimas la lealtad perruna con la simple lealtad; y en
lugar de prever las consecuencias, se cuidó la simple fe en el programa.
El nuevo gabinete -una previsible mezcla de saldos y
novedades- tiene delante suyo ante todo un desafío de circunspección para que
las cosas resulten. Su primera tarea consistirá en atender a lo que Ortega y
Gasset llamó alguna vez la orden del día: disponerse a gobernar sin ilusiones,
curarse de la manía de profundidades, recordar la sabiduría de Mitterrand según
la cual en política no son las intenciones ni la subjetividad las que importan,
si no los resultados.
Esa es la única forma de evitar que la próxima vez de nuevo
se cambie el gabinete con el sentimentalismo y las lágrimas de quien abandona
un sueño.
(*) El autor es columnista permanente de El Mercurio.
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