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lunes, 9 de septiembre de 2013

9-9-2013-KRADIARIO-EDICIÓN N° 870
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SERÁ MORAL…O NO SERÁ:
Chile en busca de una nueva
moral
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Por Hugo Latorre Fuenzalida
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Charles Peguy, ese macizo intelectual francés y profeta de un cristianismo de nuevo cuño, lanzó una frase que debe quedar marcada como enseñanza de las revoluciones frustradas del pasado y las que vendrán en el futuro: “La revolución será moral…o no será revolución”.
Peguy lo decía para rebatir la dialéctica revolucionaria marxista, desde la óptica cristiana. Tenía y tuvo mucha razón, pues las revoluciones de corte materialista y marxista abortaron por su inmoralidad como por su inviabilidad económica.
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Cuando los marxistas de Chile proponían  el camino revolucionario cubano o vietnamita, o cualquiera de esos socialismos reales, ya la visión de los intelectuales del mundo más desarrollado había señalado, hacía 30 años, que esas experiencias y esos modelos  eran revoluciones abortadas, moral y estratégicamente. Pero acá se soñaba con reeditar una revolución totalista y refundacional, incluso cuando el comunista italiano Gramsci había especulado profunda y extensamente acerca de las formas culturales del poder político y social en Occidente.
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Pero nuestros marxistas teatrales y aficionados, también frívolos y light  (como lo demostró su vuelco histórico hacia el neoliberalismo, sin esguinces ni mediaciones), vociferaban amenazas y consignas tremebundas, y propinaban golpizas discursivas y efectivas a quienes  se atrevían a contradecirles, lo cual sirvió de feraz caldo de cultivo a un discurso y postura fascista,  que nuestra derecha siempre anidó y que apenas disimuló por un tiempo, es decir hasta que la ocasión fuese propicia.
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Chile vive hoy, después de una larga lucha contra la dictadura (donde se dieron testimonios de una contundencia heroica y moral), un renacer de la conciencia moral pública.  El escándalo moral a veces demora en emerger, y parece ser nuestro caso; pero lo bueno es que está surgiendo. Porque no debemos olvidar que líderes reconocidos de la Concertación hablaban con enojo- y hace no mucho-  de eso que señalaban ser “una obsesión con los muertos y los derechos humanos”, como que les molestaba el tema. Muchos de estos conspicuos concertacionistas defendieron al principal violador de  derechos, que fue Pinochet,  cuando se le intentó juzgar en Inglaterra, dado que en Chile no se tenía la voluntad política ni moral para hacerlo.
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Hoy todo el mundo habla del tema de la violación de los derechos humanos, y pareciera que se despejara recién una especie de vidrio empañado, que impedía ver los horrores cometidos por una derecha y unos militares  enfebrecidos por el odio, la sed de venganza y de poder.
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La corrupción moral entró al Estado chileno con la dictadura cívico militar. La apropiación de recursos públicos, de bienes del Estado; las transferencias de dineros sociales a manos privadas, el tráfico de influencias y de información privilegiada; el engavillamiento para especular  con misiones de Estado que se definían, invariablemente,  en el interés privado; la perversión  de la función burocrática del Estado; la confusión de intereses, etc. etc. Todo esto al amparo de un poder absoluto y de una regulación  plenamente ausente, sin prensa libre, sin tribunales ni contraloría independiente, en medio de un clima de terror y con una institucionalidad social disuelta o intervenida por el mismo poder militar.
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Es cierto que los gobiernos de la oligarquía derechista, de otros tiempos,  cometieron abusos de todo tipo, gozaron de prebendas  financiares, tributarias, comerciales y judiciales, pero existían partidos que –mal que bien- ejercían el oficio de denunciar  a esta casta avariciosa y descompuesta,  toda vez que violaban la ética pública.
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Pero en la dictadura última, en ese pacto diabólico de la derecha fascista y los militares trogloditas,  todo asomo de ética fue lanzado por el desaguadero; en esta experiencia se les soltó el moño y todo límite fue rebasado, se dieron un verdadero festín de impudicia, de  desenfreno orgiástico, de encarnizamiento, de ensañamiento, de crueldad, de ferocidad, de inhumanidad y de brutalidad. Pero lo que más daño ha dejado,  es la suciedad moral  que nos heredan; el tomar conciencia que los hombre públicos pueden arrasar con lo sagrado de la institucionalidad civilizada y poder reeditar eso que creímos  erradicado desde los juicios de Nüremberg, es decir  la “solución final” de los nazis en la Segunda Guerra.
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El exterminio de una clase política cumplió acá el mismo fin justificador que  en la Alemania de Hitler: apropiarse del poder por el terror, usurpar la  riqueza  del país y usar a la población como esclavos  al servicio de unos amos perversos; no ya de un “ogro filantrópico”, como gustaba decir a Octavio Paz, en relación al Estado burócrata populista, sino de un Ogro sanguinario y depredador.
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Esta mancha de inmoralidad pública debe ser expuesta, como se exponía el cadáver crucificado de los asesinos en los caminos de la antigüedad; para que se saque lección, para crear conciencia, pues si el hombre borra la memoria de sus crímenes, entonces la humanidad se disuelve en la oscuridad de los tiempos. No se puede actuar con la liviandad de quién cierra la puerta y deja a los muertos en el vagón de atrás. Eso es inhumano y cobarde. El pus debe drenar y salir a la superficie, pues de no ser así, ese organismo social se estará envenenando por dentro y los que mataron sin conciencia, morirán sin adquirirla nunca, lo que es un pecado de lesa conciencia; y los que fueron muertos sin reivindicación, serán como la carne muerta de un cuerpo en descomposición, que nunca podrá transparentar su humanidad, por vergüenza, miedo y profundo malestar en su cultura.
Con todo, hasta hace poco,   en este tiempo que llaman de las luces, es en el pecho del criminal  donde colgaban cruces, mientras que en los oscuros tiempos, era al criminal al que se  colgaba en las cruces.
 

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