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viernes, 5 de noviembre de 2010

México o el "caos inorgánico"

Por Hugo Latorre Fuenzalida.


La vida humana, según Nietzsche, no está cosmológicamente prevista, ni deseada ni justificada. Tampoco es un azar, pues el azar requiere ya una lógica estructurada de necesidades. La vida humana no es otra cosa que una genealogía, es decir un fenómeno, como otro cualquiera, que reconoce orígenes constructivos y acumulativos en lo real y que puede sufrir “deconstrucciones” parciales o progresivas (Derrida), hasta llegar a su total extinción. Así, con todo, la naturaleza puede seguir su camino, pero ya no habrá Mundos, pues el “Mundo” implica interpretaciones y eso sólo lo da el ser humano, mientras habite este planeta Tierra.

Entonces, si la vida humana no es una categoría más que periférica, circunstancial y apendicular, entonces la historia de las civilizaciones no es más que una experiencia más, experiencia que se modifica permanentemente y que puede regresar a estados precivilizatorios, sin que constituya un error contranatural.

Todas las construcciones sobre teleología del destino o finalidad de la vida humana son pura metafísica, pura poesía, pura fantasmagoría, que arrulla al corazón de los hombres para permitirles un buen sueño, pero que no alienta esperanzas reales de evitar un sobresalto de pesadilla en el transcurrir de su historia.

Y pareciera que estos postulados nihilistas se pusieran en práctica en nuestro tiempo de manera cruda y golpeadora. México es una de esas visiones apocalípticas que nunca creímos posible en la era moderna y en nuestra América Latina.

Es cierto que hemos vivido episodios terribles en el Nuevo Mundo. Cada país guarda en sus anales hechos de una violencia desconcertante, ya sea en las culturas nativas y sus sacrificios humanos, sus sistemas de verdadera esclavitud laboral y humana, tanto en Centroamérica como en la dominación Incaica; luego las invasiones europeas, tanto en el centro, en el sur como en el norte de América, que representó la casi extinción de los “amerindios” y también las luchas de independencia, que desangraron a generaciones de jóvenes hasta casi agotar sus números, como en Venezuela y su “Guerra a muerte”, decretada por Simón Bolívar en su lucha contra Boves.

Hemos conocido también guerras enormes entre naciones en América Latina, pero esto que acontece ahora en México, donde las hordas salvajes del narcotráfico se solazan en la crueldad indiscriminada, en la tortura, en el decapitar de mujeres, jóvenes y niños, en matanzas masivas, por el simple expediente de negarse a servirles como esclavos, como hemos visto hace poco entre población migratoria hacia Estados Unidos. El número de muertos diarios supera varias veces los de cualquier país en guerra declarada y bate todos los record conocidos sobre peligrosidad, como es el caso de Ciudad Juárez.

Las sociedades difícilmente viven en equilibrio estable por mucho tiempo. Lo característico y lo normal es que haya cambios permanentes. Pueden ser progresivos, calmos, poco perceptibles o bien pueden serlo intempestivos, más exaltados y perceptibles.

La vida social, como la vida individual de los hombres es una vida en crisis, y eso es lo que nos hace humanos, pues somos psicológicamente incompletos (no dependemos conductualmente sólo de los instintos); en lo social sucede algo similar: somos socialmente inacabados. Nuestra convivencia es puro ensayo y error, en consecuencia la inestabilidad es un factor de progreso. La conclusión es que vivimos en una especie de “caos administrado” con mayor o menor éxito. Podemos llamar “Caos orgánico” cuando las sociedades y sus estructuras de poder, o contención, son capaces de mantener el orden básico y asegurar la reproductividad de esas estructuras, económicas, humanas y sociales. Pero ese “Caos orgánico” puede derivar a lo que podríamos llamar “Caos inorgánico” toda vez que la sociedad y sus estructuras de poder no es capaz de administrar efectivamente a los elementos disociadores que amenazan con ganar terreno en su afán disolutivo.

Las redes de los narcos
Esto nos permite hablar de una sociedad en crisis. Crisis es la incapacidad de un sistema de asegurar su reproductividad institucional, y se desliza hacia un tránsito disolutivo o caótico.

Las crisis claman por cambios radicales o sustantivos, los llamados cambios estructurales, que normalmente son revolucionarios, es decir dan giros “copernicanos” respecto al orden vigente, orden que amenaza extinguirse o mudarse de tal manera que de todos modos será irreconocible.

América Latina vive al filo de la inestabilidad amenazante. Las grandes urbes como Caracas, Río de Janeiro, San Pablo, Ciudad de México, Bogotá o Buenos Aires, muchas veces parecen, al visitante, ciudades instaladas en un campo de batalla. Si un turista recala en esas grandes metrópolis, deberá someterse a tantos resguardos por su seguridad que prácticamente no podrá hacer otra cosa que un vuelo rasante por espacios programados desde administraciones turísticas, debidamente responsabilizadas de la seguridad de esos visitantes.

Esto no era así hasta hace no muchos años. La guerra social de Colombia se consolida luego de la depresión de los años 60 y 70; la delincuencia criminal de Caracas, Río de Janeiro o Ciudad de México avanza incontenible desde la crisis de los años 70 - 80, y hasta en países como Chile, que tan bien se autopublicita como exitoso, el narcotráfico obtiene sus éxitos demostrables, en la medida que se hace carne la frustración de la promesa reivindicativa, sufrida ante el falso progresismo de los 20 años de la Concertación y la imposición de una democracia tutelada por los poderes fácticos.
El Narcotráfico

¿Cómo evitar este doloroso tránsito desde el “Caos orgánico”, en que nos encontramos, hacia el “Caos inorgánico” al que parecen dirigirse ciertas regiones de América Latina?

No tenemos respuesta a este dilema fundamental para todos, pero lo único que se sabe es que nuestra Región deberá sufrir cambios radicales en el futuro próximo. Lo presente es insostenible y la disolución nihilista es una amenaza que ya toca las puertas de todos nuestros habitantes, cualquiera sea su posición y poder.

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