El cristianismo es una religión milenaria, como lo son todas las religiones importantes. Pero como pensamiento que atraviesa la densidad de lo humano, sufre los embates de las culturas de cada época y también los decaimientos y las glorias de las sociedades.
El cristianismo tuvo su tiempo de testimonio, cuyo evento fue el martirologio. Desde el Mismo Jesús hasta los diversos hombres de fe llamados “santos” dieron testimonio de una pasión joven y vigorosa, que la impulsó al predominio sobre otras religiones antiguas, sobre todo de origen greco-latinas.
Pero además de su desarrollo interior, el cristianismo alcanzó un crecimiento exterior tras ser adoptado como la religión oficial del Imperio Romano ya en etapa de decadencia, en el siglo III y por mérito del emperador Constantino.
La convivencia de ese poder interior, que galvanizó una fe ideal, no ha sido fácil con ese poder exterior que la transformó en un verdadero dominio imperial del mundo occidental durante la edad media y hasta llegada la modernidad, dilatando su poder en América Latina hasta bien entrado el siglo XX. Acá ha seguido siendo un poder cultural y político, a pesar de las condicionantes constitucionales que se imponen una vez que se forman las repúblicas autónomas.
En Chile, los obispos, hasta mediados del siglo XX, eran tratados como verdaderos “príncipes” y de hecho se les denominaba “príncipes de la Iglesia”; esto era así sobre todo en las zonas rurales y en las provincias. La Capital siempre ha sido una región de acogidas más desmitificadas.
La Iglesia Católica ha formado generaciones de chilenos que han ocupado cargos relevantes. En verdad casi toda la clase burguesa de Chile ha pasado por un barniz cultural católico, lo que ha extendido su poder e influencia en la política de manera extraordinaria, hasta nuestros días, en que una clase conservadora ha retomado un rol protagónico en el poder y la dirección del Estado.
Si nos retrotraemos en la historia luego del Concilio Vaticano II, la Iglesia latinoamericana rompe con su sesgo “principesco” del poder y se suma de manera protagónica a las luchas sociales y populares, también a las de política contingente.
Papa Juan XXIII |
Los Jesuitas encabezan las posturas más avanzadas y audaces desde mediados del siglo XX y se darán curas obreros, curas guerrilleros y curas de barrios, conduciendo movimientos juveniles contestatarios. La “Teología de la Liberación” quiso dar sustento doctrinario a esta nueva era, abierta por Juan XXIII; pero su aproximación a las tesis marxistas de análisis y sus propuesta política, las hizo demasiado contingente y expuesta a las aporías de esa corriente filosófica, que ya venía siendo cuestionada en todo el mundo por sus resultados monstruosos respecto a la libertad y la dignidad humana, amén de sus resultados económicos mediocres, cuando no corrompidos.
El regreso del conservadurismo al Vaticano, con el Papa Juan Pablo II, arrasó con los sectores de avanzada popular en la Iglesia Católica, e instaló en el poder referencial a los sectores más retardatarios, como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, Schöenstatt y otros tantos. Poco a poco la feligresía cambió de apariencia, la burguesía más encopetada reemplazó a las masas populares; los Obispos frecuentaron más los salones selectos que los barrios miseria ubicado en sus diócesis; se formaron asociaciones religiosas dedicadas a promover la fe vertical, interior, personal, privada, muy a tono con los tiempos políticos, en que se enseñorea una dominancia de lo privado, por sobre lo social, en toda la esfera ideológica de Occidente, desde el último tercio del siglo XX.
Ese olvido del Dios caritativo y justo, debilitó la capacidad testimonial de la Iglesia Católica en América Latina, pero fortaleció su unidad doctrinaria en torno a una postura replegada y sesgada hacia la vinculación y vivencia verticalista de la fe y privatista en su manifestación.
Las restantes corrientes más progresistas y expansivas, horizontalistas o sociales, fueron amputadas como tumores malignos, y la ideología dominante al interior de la iglesia Católica ha actuado con método sistémico de terapia reductiva. Sólo algunos religiosos han persistido aisladamente en sostener sus posturas progresistas, pero claramente han sido marginados de toda influencia jerárquica.
La mundanidad ha sido otro de los elementos influyentes de la religión cristiana. Las festividades religiosas se amalgaman con celebraciones de tipo pagano, las imágenes de vírgenes locales, de Pascueros, de personajes míticos o la mitologización de personajes históricos, conforman toda esa provisión de recursos de la religiosidad que sirve para dar viabilidad a una fe abatida desde todos los frentes culturales, de un materialismo individualista y de un cientificismo anti-metafísico.
Pero esta lucha de los poderes interior y exterior de la fe se sigue dando en estos tiempos y al parecer la asociación con los poderes externos da una presencia fuerte de la fe en la vida de mayor relumbre social, sin embargo el debilitamiento de la fuerza interior de dicha fe trae ahora nuevamente una exposición a fragilizar sus potencias y ser propenso a descomposiciones internas peligrosas.
Nietzsche decía que las culturas pasan por épocas “trópicas”, que corresponde a los grandes sentimientos redentores en la metafísica; luego le sigue un tiempo “moderado” en que las artes y la ciencia se desarrollan para enfriar los desplantes espiritualistas o idealistas, apegándose a un realismo discreto; pero finalmente ello puede llevar a un verdadero “aplanamiento”, con la consecuente alienación de la vida.
El filósofo se hacía la pregunta esencial para nuestro tiempo: “¿Hasta dónde podremos caminar con el espíritu de la ciencia sin ir a parar a ningún desierto?”
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