CHILE-PEÑA-KRADIARIO
El agua y el aceite
Por Carlos Peña (*)
Uno de los misterios del discurso con que la
Presidenta se refirió a la agenda anticorrupción fue la mezcla, en apariencia
extraña e inexplicable, de las medidas sugeridas por el Consejo Asesor, por una
parte, con el anuncio de un proceso constituyente, por la otra.
Mientras el Consejo Asesor sugería un conjunto de mejoras
institucionales (cuya inspiración teórica es la misma de los iluminadores
informes del Banco Mundial que yacen subrayados en la mesa de trabajo de todos
los economistas interesados en los asuntos públicos), la Presidenta anunciaba
un proceso previo a toda las instituciones, que tiene por objeto buscar un
nuevo punto de inicio para la democracia (y cuya inspiración no está en los
informes del Banco Mundial sino en la teoría política del republicanismo o la
democracia radical).
¿Cómo explicar esa sorprendente mezcla? ¿A qué se debe que,
por una parte, se esgrima un conjunto de medidas surgidas del saber experto y,
por la otra, se anuncie un debate ciudadano amplio acerca de las bases de la
vida pública? ¿Qué podría explicar que el Gobierno se inspire a la vez en la
teoría de la gobernanza y en la teoría de la democracia radical que son, como
casi todo el mundo sabe, como el agua y el aceite?
Por supuesto tamaña confusión no se debe a los miembros de
la Comisión que, de haberse enterado que se incurriría en ella, es seguro que
no la habrían permitido. El origen del fenómeno hay que buscarlo, pues, en otra
parte.
Ese rasgo del planteamiento del Gobierno podría atribuirse
no a confusión intelectual sino a astucia. La Presidenta, o los redactores del
discurso, se habrían propuesto instalar un debate en la agenda pública que
galvanizara a sus partidarios (decaídos o desalentados por el caso Caval y las
boletas alimenticias de muchos miembros del Gobierno) y para eso habría sido
indispensable hacer un anuncio de proporciones, uno que permitiese retomar el
control de la agenda de los medios, disipando las nubes del mal comportamiento.
Esa explicación alaba la astucia del Gobierno, pero enseña,
al mismo tiempo, que su preocupación por el asunto constitucional no es
demasiado seria. De otra manera no se lo habría empleado, con la vaguedad que
se ha hecho, como un instrumento para imantar la discusión o la preocupación de
los medios hacia otra cosa que aquella de la que se ocupaba el Consejo. Y es
que se trata de cosas distintas. Una cosa es cómo se financia la política, para
evitar que quienes la cultivan profesionalmente hagan trampas con fines
alimenticios, y otra deliberar acerca de las bases de la vida pública. Una cosa
es regular mejor las concesiones y las licitaciones de compras públicas, y otra
cosa debatir en condiciones de igualdad acerca de los derechos fundamentales.
No hay duda. Si la explicación para la inconsistencia en el planteamiento del
Gobierno es la astucia, la conclusión es una: no podría haberse imaginado una
forma más ligera de plantear la cuestión constitucional.
Tampoco puede explicarse este fenómeno buscando vínculos
causales entre los problemas de corrupción y tráfico de influencias, con el
cambio constitucional. Creer que la cuestión constitucional es la causa del mal
comportamiento de la gente, es como pensar que los errores en un manual de
teología son la causa del incremento del pecado.
Debe haber otra explicación que no revele tanta ligereza.
Lo que ocurre es que el Gobierno, o los sectores que lo
apoyan, están atravesados por un dilema o una disputa, que todavía no se
resuelve, entre quienes siguen confiando en lo que pudiera llamarse la razón
tecnocrática, esa que aspira a resolver los problemas públicos echando mano al
diseño que es fruto de la fría racionalidad y el saber, por una parte, y
aquellos que, en cambio, piensan que ha llegado la hora de experimentar un
momento originario, previo a las instituciones, en el que al menos por
instantes refulja la política como el momento fundante de la vida compartida;
entre quienes piensan que hay que subordinar la política a las políticas
públicas y aquellos que, en cambio, creen que la política debe estar, siquiera
en algún momento, por encima de las políticas públicas.
Ese dilema que atraviesa al Gobierno -y que la Presidenta
con esa confusión de su discurso puso de manifiesto- es acerca del lugar de la
política en la vida compartida.
Y es que la Presidenta aún no decide entre quienes piensan
que los países dependen de su trayectoria pasada y avanzan cumulativamente y
aquellos que creen que es posible, siquiera por un momento, el momento
constitucional, volver a lo que pudiera llamarse el grado cero de la política.
El discurso del martes de la Presidenta fue extraño: invocó
al mismo tiempo las recomendaciones que se encuentran en los informes del Banco
Mundial, con los anhelos de una democracia radical.
(*) El autor es columnista permenente de El Mercurio
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