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lunes, 4 de mayo de 2015

CHILE-PEÑA-KRADIARIO

El agua y el aceite

Por Carlos Peña (*)

Uno de los misterios del discurso con que la Presidenta se refirió a la agenda anticorrupción fue la mezcla, en apariencia extraña e inexplicable, de las medidas sugeridas por el Consejo Asesor, por una parte, con el anuncio de un proceso constituyente, por la otra.

Mientras el Consejo Asesor sugería un conjunto de mejoras institucionales (cuya inspiración teórica es la misma de los iluminadores informes del Banco Mundial que yacen subrayados en la mesa de trabajo de todos los economistas interesados en los asuntos públicos), la Presidenta anunciaba un proceso previo a toda las instituciones, que tiene por objeto buscar un nuevo punto de inicio para la democracia (y cuya inspiración no está en los informes del Banco Mundial sino en la teoría política del republicanismo o la democracia radical).

¿Cómo explicar esa sorprendente mezcla? ¿A qué se debe que, por una parte, se esgrima un conjunto de medidas surgidas del saber experto y, por la otra, se anuncie un debate ciudadano amplio acerca de las bases de la vida pública? ¿Qué podría explicar que el Gobierno se inspire a la vez en la teoría de la gobernanza y en la teoría de la democracia radical que son, como casi todo el mundo sabe, como el agua y el aceite?

Por supuesto tamaña confusión no se debe a los miembros de la Comisión que, de haberse enterado que se incurriría en ella, es seguro que no la habrían permitido. El origen del fenómeno hay que buscarlo, pues, en otra parte.

Ese rasgo del planteamiento del Gobierno podría atribuirse no a confusión intelectual sino a astucia. La Presidenta, o los redactores del discurso, se habrían propuesto instalar un debate en la agenda pública que galvanizara a sus partidarios (decaídos o desalentados por el caso Caval y las boletas alimenticias de muchos miembros del Gobierno) y para eso habría sido indispensable hacer un anuncio de proporciones, uno que permitiese retomar el control de la agenda de los medios, disipando las nubes del mal comportamiento.

Esa explicación alaba la astucia del Gobierno, pero enseña, al mismo tiempo, que su preocupación por el asunto constitucional no es demasiado seria. De otra manera no se lo habría empleado, con la vaguedad que se ha hecho, como un instrumento para imantar la discusión o la preocupación de los medios hacia otra cosa que aquella de la que se ocupaba el Consejo. Y es que se trata de cosas distintas. Una cosa es cómo se financia la política, para evitar que quienes la cultivan profesionalmente hagan trampas con fines alimenticios, y otra deliberar acerca de las bases de la vida pública. Una cosa es regular mejor las concesiones y las licitaciones de compras públicas, y otra cosa debatir en condiciones de igualdad acerca de los derechos fundamentales. No hay duda. Si la explicación para la inconsistencia en el planteamiento del Gobierno es la astucia, la conclusión es una: no podría haberse imaginado una forma más ligera de plantear la cuestión constitucional.

Tampoco puede explicarse este fenómeno buscando vínculos causales entre los problemas de corrupción y tráfico de influencias, con el cambio constitucional. Creer que la cuestión constitucional es la causa del mal comportamiento de la gente, es como pensar que los errores en un manual de teología son la causa del incremento del pecado.

Debe haber otra explicación que no revele tanta ligereza.

Lo que ocurre es que el Gobierno, o los sectores que lo apoyan, están atravesados por un dilema o una disputa, que todavía no se resuelve, entre quienes siguen confiando en lo que pudiera llamarse la razón tecnocrática, esa que aspira a resolver los problemas públicos echando mano al diseño que es fruto de la fría racionalidad y el saber, por una parte, y aquellos que, en cambio, piensan que ha llegado la hora de experimentar un momento originario, previo a las instituciones, en el que al menos por instantes refulja la política como el momento fundante de la vida compartida; entre quienes piensan que hay que subordinar la política a las políticas públicas y aquellos que, en cambio, creen que la política debe estar, siquiera en algún momento, por encima de las políticas públicas.

Ese dilema que atraviesa al Gobierno -y que la Presidenta con esa confusión de su discurso puso de manifiesto- es acerca del lugar de la política en la vida compartida.

Y es que la Presidenta aún no decide entre quienes piensan que los países dependen de su trayectoria pasada y avanzan cumulativamente y aquellos que creen que es posible, siquiera por un momento, el momento constitucional, volver a lo que pudiera llamarse el grado cero de la política.

El discurso del martes de la Presidenta fue extraño: invocó al mismo tiempo las recomendaciones que se encuentran en los informes del Banco Mundial, con los anhelos de una democracia radical.

(*) El autor es columnista permenente de El Mercurio

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