Por Wilson Tapia Villalobos
Parece de Perogrullo, pero es necesario repetirlo a menudo. No es que se olvide, se utilizan numerosas
estratagemas para ocultarlo: El poder jamás será verdaderamente innovador. Podrá utilizar las nuevas herramientas que le
ofrece la tecnología, el pensamiento que haga más efectiva su gestión. Pero nunca ayudará a abrir las puertas de la
libertad. Sea ésta de pensamiento, o que
ayude a concebir acciones que puedan cambiar lo establecido. En definitiva, que amenacen con crear un
nuevo orden en que el poder pase a otras manos. O, incluso, que sea compartido.
Esto se está viviendo con
extraordinaria crudeza a nivel mundial. Y los chilenos somos actores destacados
en la trama. No por la importancia económica del país o por su gravitación
desequilibrante en cualquier área.
Simplemente, porque desde los años ´70 y hasta la fecha hemos sido el
laboratorio en que el neoliberalismo lleva a cabo sus experimentos. Antes sin ningún tipo de resguardo. Ahora pareciera que hay más miradas
interesadas en denunciar las atrocidades económicas que se están realizando.
Y la realidad resulta impactante.
Es posible que Chile llegue a ser un país rico, pero no desarrollado. Ello significa que lo que produce seguirá en
manos de unos pocos. No es nuevo el
hecho que tres familias chilenas están entre los cien súper multimillonarios
del mundo, según la revista Forbes. En
la lista se encuentran Hors Paulmann, la familia Matte y la familia Luksic. Luego,
entre los cuatrocientos personajes más adinerados del planeta se ubica el
presidente Sebastián Piñera. Lo que manejan estos cuatro grupos equivale al 80%
del ingreso anual de la población total del país. Y mientras ello no cambie de
manera drástica, Chile seguirá sin alcanzar el desarrollo. Aunque parezca
paradojal, entre nosotros tenemos más súper multimillonarios que Suecia o
Dinamarca. La diferencia está en que aquellos
sí son desarrollados y nosotros, no. Acá la concentración de la riqueza llega a
ser vergonzosa.
Mientras tanto, se sigue
escuchando la cantinela que todo se arregla con mejorar educación. Sí, mejorar la educación ayudará. Pero de nada servirá si eso no va acompañado
de otras medidas estructurales muy lejanas al asistencialismo con que la
Concertación y el actual gobierno han tratado de congraciarse con los más pobres.
El cambio tiene que ser profundo y amplio. Incidir, por ejemplo, en el control
estatal que impida la concentración exagerada de la riqueza. Es indispensable
la creación de políticas públicas que eviten la segregación y sean un incentivo
para crear una sociedad más integrada e igualitaria. La integración territorial
también es esencial. E igual ocurre con
la necesidad de contar con mecanismos que entreguen mejores herramientas de
defensa a las organizaciones de trabajadores. Paralelamente a todo ello, el
Estado debe asumir un rol protagónico en educación y salud.
Cuando se observa la
historia de Chile de los últimos doscientos años, lo que se ve no es alentador.
Cualquier atisbo de insubordinación a lo establecido fue reprimido
violentamente. Y quienes osaron aspirar a grados mayores de libertad, recibieron
castigos ejemplarizadores. A menudo incluían cuotas elevadas de muertos. Así se
fue formando la cultura del chileno que permea su manera de ser. Aparentemente,
una de sus características es la sumisión.
Pero cómo no, si la aspiración libertaria se pagaba con la vida. Por eso
es que se ha ido a la zaga en asumir los cambios. El divorcio es un logro
reciente. Chile fue el penúltimo país
del mundo en reconocer que el matrimonio no era para toda la vida. Hasta hoy, la mujer no puede ejercer la
libertad de disponer de su cuerpo. El
tema del aborto es tabú. No se puede discutir acerca de él. Es la demostración
de cómo opera el poder en cuestiones valóricas, un campo en que la libertad
personal debiera ser resguardada con celo máximo. Y de estos ejemplos surgen los contornos que
dibujan a la democracia chilena.
Pareciera que nadie
quiere asumir verdaderamente la responsabilidad que nos cabe en la creación de
nuestras instituciones. Cuando, en diversa magnitud, todos somos
responsables. Lo que no significa
esparcir de tal manera la carga que, finalmente -como hoy-, nadie asuma su cuota.
Lo que está ocurriendo en la actualidad es responsabilidad de una generación de
políticos que no fue capaz de encauzar debidamente el caudal de libertad de los
chilenos. En el pasado reciente, la responsabilidad no corre sólo por cuenta de
quienes usurparon el poder. Ellos debieron ser juzgados como asesinos. Pero la
justicia no se hace en la medida de lo posible, porque significa siempre en la
medida que acepta el poder. Y eso no es
democracia y tampoco libertad.
Dentro de aquella generación de políticos que trajeron
nuevamente la democracia a Chile hay personajes respetables. Pero cual más cual
menos, fue autor de este incordio. Y hoy creen que pueden mostrar un futuro
esplendoroso para Chile sin asumir ningún riesgo nuevo. Sin aceptar que el mundo cambió y que la
sumisión de ellos al neoliberalismo a ultranza no fue más que una
traición. Es posible que empujada por el
miedo, pero traición al fin.
Eso no se resuelve con que ahora algunos dirigentes
políticos intenten ganarse a la juventud propalando su consumo de marihuana u
otras drogas. Tal actitud sólo hace más
miserable el engaño.
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