Por Camilo Escalona
Acontecimientos internacionales de enorme trascendencia han capturado la atención pública: hace pocas semanas fueron los comicios en Venezuela, en los cuales fuera reelecto el Presidente Hugo Chávez, ratificándose el rol esencial que tienen las elecciones libres para entregar plena garantía de legitimidad a las instituciones y gobernantes en este periodo de globalización.
Luego, fue la expectación creada por la imagen de fuerte competitividad que se generó por las elecciones en los Estados Unidos. Sin embargo, el claro triunfo del actual Mandatario Barack Obama eliminó toda duda respecto de donde está la mayoría de los ciudadanos en ese país: están por la no discriminación, la no persecución a los inmigrantes, la integración social y por una sociedad inclusiva y no confrontacional.
Inmediatamente después, Hu Jing Tao, Presidente de China, en su Informe al Congreso del Partido Comunista, única fuerza permitida, rectora del sistema político en ese país, señaló que la corrupción puede llegar ni más ni menos que “a causar el derrumbe del Partido y la caída del Estado”, frase que por el peso económico de China causó un inmediato impacto global.
En Europa, no hay ninguna opinión que desconozca que se atraviesa un periodo complejísimo, la “crisis” de variadas manifestaciones y carácter, especialmente financieros, ha pasado a constituirse en la más severa prueba de los gobiernos desde la misma formación de la Unión Europea.
Hay una etapa de replanteamientos y nuevas exigencias a las fuerzas políticas. Las naciones pueden crecer lo suficiente o no hacerlo en absoluto, pero los gobernantes no deben mentir ni engañar a sus pueblos, no cometer abusos ni tolerar tropelías y, sobretodo, no pueden robar ni enriquecerse a costa de las penurias y escasez en sus países.
A veces surgen voces desde figuras políticas que pretenden resolver los desafíos que afectan la humanidad asumiendo promesas y adoptando objetivos inalcanzables. Cuando no los alcanzan agravan los problemas intentando manipular los sentimientos populares. Ante ello, los pueblos se distancian y rápidamente aumenta el desencanto.
Para los desafíos institucionales que enfrenta la democracia nada más nocivo que la demagogia, la violación de la verdad, la retórica descomprometida de lo que ocurrirá inmediatamente después que los efectos de las palabras se evaporen y la realidad continúe siendo igual o peor.
En consecuencia, la lucha contra la desigualdad y por una sociedad justa requiere de medidas prácticas y decisiones concretas que incrementen la participación de los que menos tienen en la distribución de la riqueza social. La sociedad está saturada de los abusos de grupos de financistas inescrupulosos, pero no los quiere reemplazar por el abuso de las autoridades que continuamente dicen aquello que no van a hacer.
Como se ve, no es fácil el puzzle y la tentación de recurrir a la demagogia habitualmente está cerca. No obstante, los que se pongan a prometer sin decoro ni control no conseguirán que los respalden para sus propósitos meramente mezquinos. Pero también, quienes carezcan de voluntad reformadora no tendrán el respaldo necesario.
Ante ello, se trata de impulsar reformas sociales y económicas por vía institucional, una mayoría nacional capaz de rectificar en los acentuados grados de desigualdad que se viven en nuestra sociedad y de corregir el rumbo con un golpe de timón hacia la justicia, la cohesión social, la probidad y la transparencia, reinstalando la participación social, renovando las fuerzas políticas y revigorizando las instituciones democráticas, las mismas que necesitan una urgente y potente labor legitimadora para cumplir su tarea esencial e irremplazable de bien común.
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