Los estudios de transparencia comparada de países en la región latinoamericana, vienen poniendo a nuestra sociedad como una de las más transparentes, es decir con menos corrupción.
Indudablemente, cuando se hacen estos estudios comparados, es importante saber con quiénes es uno comparado, simplemente para conocer la cota sobre la que parte la medición. En consecuencia, si miramos en el entorno de nuestros competidores, caeremos pronto en la cuenta que el nivel sobre el que se nos cataloga de menos corruptos es sumamente baja, lo que habla de que la cosa no es para sentirse tan halagados ni tan ufanos.
La lista de actos viciosos en la gestión pública es tan larga que ya es un fastidio intentar recordarlas y menos ponerlas en papel. Y eso que sólo nos referimos a acciones reñidas abierta y descubiertamente con la ley. Si a eso sumamos las que eluden maliciosamente la ley rozando la ilegalidad, tendremos un listado que al menos le triplica; y si ponemos aquellos actos donde fue hecha la ley con calculada ambigüedad, a partir de lo cual se han cometido las más formidables estafas al patrimonio público y social, daremos con una lista, además de muy larga, tremendamente densa, si tomamos su peso-masa y envergadura.
Pero aún queda otro segmento: el de la corrupción legitimada por el poder absoluto de las cúpulas al mando. Cuando se concentra poder y no hay manera de controlarlo (poder absoluto), entonces la corrupción se vuelve también absoluta; se hace totalista y totalitaria. Esto quiere decir que el poder absoluto se convierte en poder legislativo, constitucional y fundante; sustituye a la soberanía popular y define, por tanto, el orden jurídico, justamente el que da legitimidad a las acciones del poder social organizado.
Esto ha venido pasando en Chile desde hace tiempo. Durante la Unidad Popular se usaron los llamados “resquicios legales” (Novoa); durante la dictadura se hizo una nueva constitución, sancionada por elecciones dentro de un estado de fuerza, sin registros electorales y sin garantías ciudadanas. Ahí se plasmó un orden nuevo, en que se deja en manos de un triunvirato militar y sus servidores tecnócratas de la administración pública, tantas y tan discrecionales facultades, que se podía hacer todo y de todo, sin que el pueblo ni ningún otro poder les pudiera contrarrestar, bajo ninguna forma de uso de poder.
Recientemente, se revive esa situación de “anormalidad jurídica” con el tema de la ley secreta de las Fuerzas Armadas, donde se esgrime el argumento del traspaso del 10% de las ventas del cobre, como base de legitimación para que no se pueda saber qué se hace en esa institución con una riqueza tan enorme como la que han administrado las instituciones castrense por ya largos treinta y tantos años. Esto de la compra de armamento es una simple disculpa, pues todos los países dejan huellas suficientes para saber qué es lo que compran y cómo equipan sus dotaciones. En eso hablar de secreto es exhibir una sospechosa ingenuidad o una simple vocación de pillastres, pues los mismos vendedores de armas entregan esos datos a su competidor, justamente para incentivar la inversión armamentista de la contraparte.
Ha sido tan débil nuestro sistema de garantías democráticas y tanto el descaro discrecional de la burocracia instalada, que el intento de enjuiciamiento a un hijo de Pinochet por fraude a las Fuerzas Armadas simplemente concluyó en un desistimiento del ejecutivo, aduciendo “razones de Estado”, como si la dictación de justicia de manera prescindente del poder de los enjuiciados no fuera la primera “razón de Estado” de cualquier sistema democrático que se considere instituido sobre un sistema de garantías básicas.
Esta lenidad, esta cobardía y esta irresponsabilidad de parte de las autoridades “democráticas” de turno, ha hecho un daño irremediable a la credibilidad de la llamada “democracia” y de la justicia misma, lo que deriva a la larga en una descomposición moral y existencial de todo el sistema.
La Concertación ha dispuesto de una serie de “trucos” jurídicos para triangular recursos y derivar hacia operaciones diversas, como sobresueldos en el aparato burocrático de alta jerarquía y financiamiento de campañas políticas, de las cuales ha salido atrapado en falta más de una vez y la justicia ha debido operar, siendo sancionado (y no siempre) el operador de turno, pero indefectiblemente se salva el mentor.
También el poder ejecutivo ha concentrado tanto poder autónomo, que ha podido servirse de él incluso contra la voluntad popular (a la que se elude consultar de manera sistemática), autorizando privatizaciones de empresas públicas y concesiones de enclaves mineros y generadoras termoeléctricas, sin que importe lo que la gente desee o reclame, incluso contraviniendo normativas básicas de tipo ambiental, de derechos de agua y servidumbres de todo tipo. Acaba de verse reflejado esto en el caso de la Barrick Gold y en la termoeléctrica de Barrancones y se volverá a ver en el caso de “Hidroaysén”, en la privatización de partes de Codelco, como las suministradoras de energía o los servicios de transporte, etc.
En fin, la práctica ha sido y seguirá siendo discrecional, oculta y turbia, mientras se mantenga esta forma de operar no transparente de parte del aparato público y se tolere la confusión y colusión entre poderes privados y públicos.
Es verdad que la corrupción no ha llegado, con este descaro, a los niveles intermedios y básicos de la sociedad. Es decir el pueblo llano aún conserva costumbres de moralidad básica. Eso habla que la corrupción se ha dado preferentemente en los sectores más afortunados, que han podido articular una seguidilla de estrategias de apropiación de ventajas sociales y económicas, que el sistema de concentración cupular del poder ha autorizado.
El problema radica en que el mal de la corrupción en las sociedades se irradia desde sus focos hacia el horizonte más periférico; entonces cuando el mal se universaliza, las sociedades tienen un destino muy oscuro, casi imposible de retrotraer.
No reconocer esta realidad; evitar diagnosticar con objetividad un mal que se anuncia creciente, es cerrar los ojos ante un mal generalizable, que los actores juzgan como de interés particular y no incumbente a cada uno. Entonces dejan hacer y pasar, hasta que el mal les toca a la puerta y de victimarios, con aires de legítima acción, que un día fueron, pasan a víctimas de lo que ellos desencadenaron.
El hombre suele tomar la actitud de vivir la vida como un toro frente al paño rojo; se lanza en la carrera desenfrenada y no mide ni medita la lógica de su embestida.
Triste conclusión y difícil rectificación.
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