Por Yoani Sánchez
Desde La Habana
Tomar un sorbito de café en la mañana es el equivalente nacional al desayuno. Puede faltar cualquier cosa: el pan, la mantequilla y hasta la inalcanzable leche, pero no tener ese buche caliente y estimulante al despertarnos es el preámbulo de un mal día. Mis abuelos, mis padres y todos los adultos que me rodeaban siendo niña bebían tazas y más tazas de aquel líquido oscuro mientras conversaban. Siempre que alguien llegaba a casa, la cafetera se ponía sobre la hornilla, porque el ritual de compartir “una colada” era tan importante como dar un abrazo o invitar a pasar.
En los últimos meses “el néctar negro de los dioses blancos” –como una vez lo llamaron– se ha vuelto escaso. Las amas de casa han tenido que retomar la práctica de agregarle chícharos tostados y molidos para garantizar el sorbito amargo que nos damos nada más abrir los ojos. Si se le puede llamar a eso café, ya no sabemos, pero al menos es algo caliente y amargo para tomar en la mañana.
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