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sábado, 5 de febrero de 2011

Café amargo

Por Yoani Sánchez
Desde La Habana

Tomar un sorbito de café en la mañana es el equivalente nacional al desayuno. Puede faltar cualquier cosa: el pan, la mantequilla y hasta la inalcanzable leche, pero no tener ese buche caliente y estimulante al despertarnos es el preámbulo de un mal día. Mis abuelos, mis padres y todos los adultos que me rodeaban siendo niña bebían tazas y más tazas de aquel líquido oscuro mientras conversaban. Siempre que alguien llegaba a casa, la cafetera se ponía sobre la hornilla, porque el ritual de compartir “una colada” era tan importante como dar un abrazo o invitar a pasar.

Hace algunas semanas, Raúl Castro anunció que se comenzaría a mezclar el café del mercado racionado con otros ingredientes. Fue simpático escuchar a un mandatario hablando de esos temas culinarios, pero también fue motivo de broma popular el que se dijera oficialmente algo que ya es práctica común –hace años– en toda la Isla. No sólo los ciudadanos hemos adulterado por décadas nuestra más importante bebida nacional, sino que el Estado nos ha superado en ingeniosidad sin declararlo en la etiqueta del producto. Tampoco se puede usar ya el gentilicio “cubano” en la distribución del estimulante brebaje, pues no es un secreto para nadie que el país importa grandes cantidades desde Brasil y Colombia. De las 60 mil toneladas anuales que alcanzó la producción cafetalera nacional, hoy sólo logran colectarse unas 6 mil.

En los últimos meses “el néctar negro de los dioses blancos” –como una vez lo llamaron– se ha vuelto escaso. Las amas de casa han tenido que retomar la práctica de agregarle chícharos tostados y molidos para garantizar el sorbito amargo que nos damos nada más abrir los ojos. Si se le puede llamar a eso café, ya no sabemos, pero al menos es algo caliente y amargo para tomar en la mañana.

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