El rchazo del DIE. ¿Por qué el Estado debe decidir lo que un ciudadano hace en su vida privada y personal? |
Por Yoani Sánchez
Desde La Habana
Son las dos de la tarde en el Departamento de Inmigración y Extranjería (DIE) de la calle 17 entre J y K. Decenas de personas aguardan por un permiso de salida del país, esa autorización de viaje que han dado en llamar “tarjeta blanca”, aunque mejor sería decirle “el salvoconducto”, “la carta de libertad” o “la orden de excarcelación”.
Las paredes están descascaradas y un anuncio de “cuidado, peligro de derrumbe” se muestra a un costado de la enorme casona de El Vedado. Varias mujeres –que ya han olvidado sonreír y ser amables– visten sus uniformes militares y le advierten al público que debe esperar disciplinadamente. De vez en cuando gritan un nombre y el convocado regresa unos minutos después con el rostro jubiloso o con un puchero contenido.
Con ese breve no –dicho casi con deleite– he perdido la posibilidad de estar en el 60 aniversario del Instituto de Prensa International y en la presentación de Internet para el Nobel de la Paz en New York. Un cuño sobre mi expediente y me vi obligada a hablar vía telefónica en las actividades de Torino Capital europea de los jóvenes, y a comunicarme con la editorial Brûlé para que lance Cuba Libre en Montreal sin mi presencia.
El absurdo migratoria se ha interpuesto entre mis ojos y los repletos estantes de la Feria del Libro de Frankfurt, entre mis manos y esa compilación de textos que verán la luz en el Festival de Literatura de no ficción en Polonia. Ya no llegaré a la Feria de Periodismo de Ferrara ni a la presentación del documental en Jequié, Brasil; mucho menos podré participar en el Congreso de Mujeres Liderando el Milenio, con sede en Valencia, y tampoco en Cuneo, durante el evento Scrittori in Citta. Mi voz no se escuchará en LASA, a donde sí han enviado una representación oficial y la aparición de mi libro Gestión y Desarrollo de Contenidos con WordPress tendré que disfrutarla en la distancia.
Todo eso y más me han arrebatado. Sin embargo, me dejan –como si se tratara de un castigo– junto a la materia prima fundamental de la que salen mis escritos, en contacto con esa realidad de la que no me perdonaría estar ausente.
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