Cristina candidata 2011
Por Jorge Fontevecchia
Perfil.com
Después de las demostraciones de afecto que recibió de tantos ciudadanos en el velatorio de su marido, resulta difícil imaginar que Cristina Kirchner no se sienta obligada a ser la candidata de su espacio político en las elecciones de 2011, para las que hay que definir precandidaturas dentro de cinco meses. Ella ya media mejor que el ex presidente y los pronósticos actuales asumen que en el próximo sondeo el índice de aprobación de la Presidenta saltará de 33% a más del 50%, convirtiéndose en el político más valorado del país.
También la obliga a ser la candidata de su espacio la pasión que colocaron los comunicadores oficialistas quienes fueron más duros que nunca contra los opositores y los medios de comunicación. Calificar de “canallas” o “carroña” a los periodistas que no comparten sus ideas demuestra el estado de radicalización que invade hoy a los más cercanos al poder. Lo que puede interpretarse tanto como una señal de miedo y fragilidad que obliga a sobreactuar lo opuesto, como un indicio del verdadero reforzamiento del oficialismo que, paradójicamente, hoy tiene un candidato con más posibilidades de vencer en las próximas elecciones que antes de la muerte de su conductor.
Desde el kirchnerismo todas las voces coincidieron en la idea de “profundizar el modelo” y remarcar que “el hombre muere pero el movimiento es inmortal”. Y si Scioli no sería una garantía de continuación del modelo o movimiento, mucho menos de profundización ¿que otro candidato sino Cristina encarna esa demanda?
La muerte de Néstor Kirchner también repercutiría en la interna del radicalismo y del peronismo federal porque el efecto de sugestión colectiva que tiene su funeral, como lo fue el de Alfonsín para el radicalismo, corre a la sociedad algunos grados a la izquierda ya que la simpatía que recupera Kirchner se irradia hacia sus ideas.
Tanto el radicalismo como el peronismo tienen su ala derecha e izquierda, con todos los límites de la simplificación de esta clasificación. Y van juntas porque cuando la sociedad se corre a la izquierda o a la derecha en ambos partidos triunfan los candidatos que representan esa tendencia. No es casual que en los 90 tanto Menem en el peronismo como De la Rúa en el radicalismo, representaran el deslizamiento hacia la derecha de la sociedad (y el mundo tras la caída de la ex Unión Soviética), como Kirchner en el peronismo y Alfonsín en el radicalismo, el deslizamiento hacia la izquierda que se inició en la Argentina tras nuestro colapso de 2002.
Y sin llegar a los extremos de los 90, Reutemann en el peronismo o Cobos en el radicalismo, están posicionados más hacia la derecha.
Tras la muerte de Néstor Kirchner los pronósticos sobre los escenarios futuros se dividieron en dos posiciones antagónicas que reflejaban más los deseos que el análisis de quienes los formulaban. Estaban quienes percibían un futuro con un kirchnerismo acelerando la retirada en la que ya lo veían y a una Presidenta con dificultades de gestión por el vacío que dejaba su marido muerto (la versión que tanto irritó a los comunicadores oficiales). Y, por el opuesto, quienes encontraban que el dolor frente a la muerte de Néstor Kirchner templaba la militancia, inclinaba positivamente a los indecisos y aumentaba relevantemente las posibilidades electorales del oficialismo.
Objetivamente este último escenario es hoy el más probable pero también podría cambiar velozmente si el oficialismo demostrara que su capacidad de gobierno no puede absorber la pérdida de su principal gestor. O se reencendieran sentimientos de aversión que, en gran parte, desaparecen junto con la vida del ex presidente, por errores del propio oficialismo. En cualquier caso, todos miran a Moyano.
La vida a cara o ceca
Beatriz Sarlo
La Nación
A las diez de la mañana, la ciudad estaba desierta por el censo. En ese vacío cayó la noticia. Cuatro personas, en un vagón de subterráneo escuchamos que alguien dijo: "Murió Kirchner". A partir de ese instante, la ciudad en silencio se convirtió, retrospectivamente, en un ominoso paisaje de vaticinio. Cuando bajé saludé a quienes habían escuchado conmigo la noticia, quise preguntarles sus nombres porque, como fuera, había vivido con ellos un momento de los que no se olvidan nunca más. En el quiosco de San José y Rivadavia pregunté si era cierto, con la esperanza alocada de que me dijeran que alguien acababa de inventarlo. Fue poderoso, ahora estaba muerto.
Pensé en quienes lo amaban. Su familia, por supuesto, pero ese círculo privado es, como toda familia, inaccesible y sólo se mide con las propias experiencias de dolor, que habilitan una solidaridad sin condiciones. Puedo imaginar, en cambio, la muerte del compañero de toda una vida, que la política marcó con una intensidad sin pausa: la Presidenta conoce hoy la fractura más temida.
Con la intensidad de la evocación marcada por una proximidad que comprendo más, pensé en quienes lo admiraron y creyeron que fue el presidente que llegó para darle a la política su sentido. Recordé a Kirchner en el Chaco, en marzo de este año, y un día después en el acto de Ferro, con la cancha repleta, donde se mezclaban los contingentes de los barrios bonaerenses, las familias completas, las barritas con los bombos, los viejos y los niños, con las clases medias que llegaban sueltas o débilmente organizadas. Lo recordé abrazándose a los chicos de un barrio pobre del Gran Buenos Aires, donde aterrizó su helicóptero, bajó corriendo y empezó a caminar como si llegara tarde a una cita. Se movía por las calles de tierra y cascotes como quien siente que la vida verdadera está en esos contactos físicos, abrazos rápidos pero vigorosos, tironeos, gritos; los chicos lo seguían como una nube, jugando; era fácil tocarlo, como si no existiera una custodia que, sin embargo, trataba de rodearlo mientras todo el mundo se sacaba fotos.
A fines del siglo XX nada anunciaba que la disputa por ocupar el lugar del progresismo iba a interesar nuevamente salvo a los intelectuales o a los pequeños partidos de izquierda. Kirchner introdujo una novedad que le daba también su nuevo rostro: se proclamó heredero de los ideales de los años setenta (al principio agregó "no de sus errores"). En 2003, llegó al gobierno marcado por una debilidad electoral que Menem, dañino y enconado, acentuó al retirarse del ballottage y no permitirle una victoria con mayoría en segunda vuelta. La crisis de 2001, pese al intervalo reparador de Duhalde, no estaba tan lejos en la memoria, mucho menos de la de Kirchner, que encaraba su gobierno con poco más que el veinte por ciento de los votos. Su gesto inaugural, el mismo día de la asunción, fue hundirse en la masa que lo recibía, como si ese contacto físico provocara una transferencia. Kirchner ocupaba por primera vez un lugar en la Plaza de Mayo y terminaba, junto a su familia, mirándola desde el balcón histórico; en la frente, una pequeña herida, producida en la marea de fotógrafos.
La escena es un bautismo. Kirchner comenzó su presidencia con un golpe en la frente porque se lanzó a la multitud que estaba en las calles, entre el Congreso y la Plaza de Mayo; se lanzó como quien corre hacia el mar el primer día del verano, con impaciencia y sensualidad, gozando ese cuerpo a cuerpo que es el momento amoroso de la política.
Pensé entonces en las escenas que, pese a ser una opositora, me había tocado vivir. En las escenas de masas, donde no hay sólo acciones que se aprueban o se critican, se percibe un más allá de la política que la convierte en experiencia y en alimento sensible. Kirchner, un duro, gozaba con esa afectividad intensa que a sus ojos seguramente refrendaba el pacto peronista con el pueblo. Pero no pensé sólo en esos cientos de jornadas en que Kirchner había pisado la tierra o los lodazales de los barrios marginados, donde era recibido con una alegría que superaba la gestión de los caudillos locales, porque alguien, un presidente, llegaba a ese confín donde vivían ellos, unos miserables.
Pensé también en los que formaron el lado intelectual del conglomerado que armó Kirchner. Con ellos he discutido mucho en estos años. Sin embargo, me resulta sencillo ponerme en su lugar. Muchos vienen de una larga militancia en el peronismo de izquierda; vivieron la humillación del menemismo, que fue para ellos una derrota y una gigantesca anomalía, una enfermedad del movimiento popular. Cuando los mayores de este contingente representativo ya pensaban que en sus vidas no habría un renacimiento de la política, Kirchner les abrió el escenario donde creyeron encontrar, nuevamente, los viejos ideales. Pensé que se engañaban, pero eso no borronea la imaginación de su dolor.
El furor de Kirchner en el ejercicio del gobierno transmitía la eléctrica tensión de la militancia setentista; para muchos, era posible volver a creer en grandes transformaciones, que no se enredaran en el trámite irritante y lento del paso a paso institucional. Y creyeron. Entiendo perfectamente esas esperanzas, aunque no haya coincidido con ellas. Conozco a esa gente, que se identifica en Carta Abierta, pero la desborda. Pensé en ellos porque cuando un líder político ha triunfado con el estilo de la victoria kirchnerista, su muerte abre un capítulo donde los más mezquinos y arrogantes saldrán a cobrar deudas de las que no son titulares, pero otros padecen el dolor de una ausencia que comienza hoy y no se sabe cuándo va a aflojar sus efectos. La muerte no consagra a nadie ni lo mejora, pero permite ver a quién le resulta más dura. Los que soportamos muchas muertes políticas sabemos que sus consecuencias pueden ser de larga duración.
Imposible pasar por alto la desazón de quienes se entusiasmaron con Kirchner. Sería no comprender la naturaleza del vínculo político. En las manifestaciones de 1973 marchaban viejitos con fotos de Eva que, amarillas y cuarteadas, probaban su origen de casas populares construidas en 1950. No sabemos si habrá fotos así de Kirchner en movilizaciones futuras. Pero su impacto en la sensibilidad política quizá se prolongue. Esto no excluye los balances de su gobierno sino que, precisamente, los volverá indispensables. Kirchner será un capítulo del debate ideológico e histórico. Una forma de la posteridad, tan duradera como la dimensión afectiva de esa gente de los barrios más pobres y de quienes lo apoyaron con su actividad intelectual. Maestra implacable, la muerte nos hará trabajar durante años.
La muerte de Kirchner fue súbita y filosa. Hay una frase popular: murió con los zapatos puestos, no había nacido para viejo. Hay otra, pronunciada en un pasado lejano donde todavía se decían frases sublimes: "¡Qué bella muerte!". Bella, aunque injusta y trágica, es la muerte de un hombre que cae en la plenitud de la forma, un hombre a quien no maceró la vejez ni tuvo tiempo de convertirse en patriarca porque murió como guerrero. Sin haberlo conocido, me atrevo a pensar que Kirchner se identificó siempre con el guerrero y nunca con el patriarca.
La medicina explica con todas sus sabias precisiones que Kirchner debió "cuidarse", que su cuerpo ya no podía soportar los esfuerzos de una batalla concentrada y múltiple. Pero una decisión, que no llamaría sólo psicológica sino también un ejercicio de la libertad, fue que Kirchner eligió no administrarse ni tratar su cuerpo como si fuera un capital cuya renta había que invertir con cuidado. Gastaba. Vivió como un iracundo. Ese era justamente el estilo que se le ha criticado. Tenía un temperamento, y los temperamentos no cambian.
Concebía la política como concentración potencialmente ilimitada de poder y de recursos y no estuvo dispuesto a modificar las prácticas que lo constituían como dirigente. Kirchner no podía ser cuidadoso en ningún aspecto. No se aplacaba. Gobernó sin contemplaciones para los que consideró sus opositores, sus enemigos, sus contradictores. Tampoco se ocupó de contemplar su debilidad física cuando se lo advirtieron. Como político no conoció el intervalo de la tregua; sin tregua manejó el conflicto con el campo y con los medios; la tregua es el momento en que se negocia y Kirchner no negociaba, no administraba sus objetivos, los imponía o era derrotado. No delegaba funciones. Fue, paradójicamente, un calculador que confiaba en sus impulsos, un vitalista y un voluntarista que se pasaba horas haciendo cuentas.
En su primer discurso, cuando juró frente al Congreso, dijo: "Atrás quedó el tiempo de los líderes predestinados, los fundamentalistas, los mesiánicos. La Argentina contemporánea se deberá reconocer y refundar en la integración de equipos y grupos orgánicos, con capacidad para la convocatoria transversal, el respeto por la diversidad y el cumplimiento de objetivos comunes". Sin embargo, esas palabras, que no hay elementos para juzgar insinceras en ese entonces, no le dieron forma a su gobierno.
Kirchner definió un estilo que, como sucede con el liderazgo carismático, es muy difícil de transmitir a otros. El líder piensa que es él el único que puede bancar los actos necesarios: él garantiza el reparto de los bienes sociales, él garantiza la asistencia a los sumergidos, él sostiene el mercado de trabajo y forcejea con los precios, él enfrenta a las corporaciones, él evita, en solitario, las conspiraciones y los torbellinos. El liderazgo es personalista.
La Argentina tiene, como tuvo Kirchner, una oscilación clásica entre la reivindicación del pluralismo y la concentración del poder. Como presidente, Kirchner eligió no simplemente el liderazgo fuerte (quizás indispensable en 2003) sino la concentración de las decisiones, de las grandes líneas y los más pequeños detalles: tener el gobierno en un puño. Consideró el poder como sustancia indivisible. Con una excepción que marca con honor el comienzo de su gobierno: la renovación de la Corte Suprema, un acto de gran alcance cuyas consecuencias van más allá de la muerte de quien tuvo el valor de decidirlo.
El poder indivisible es fuerte y débil: su fortaleza está en el presente, mientras se lo ejercite; su debilidad está en el futuro, cuando las circunstancias cambian. Así como Kirchner no administraba con cautela su resistencia física, tampoco fue cauteloso en el ejercicio de su poder. Frente a la desaparición de quien concebía el poder como indivisible, se aprestan las fuerzas y los individuos que quieren creer que ese poder pasa intacto a otra parte, lo cual sería una equivocación, o los que creen que se acerca un nuevo reparto.
Kirchner murió cuando en el horizonte cercano se insinuaba la posibilidad de un reparto de ese poder indivisible. Las elecciones de 2009 cambiaron las representaciones partidarias en el Congreso. Esa fue una experiencia nueva dentro de los años kirchneristas. Entre la negociación y el veto, entre retirar un proyecto propio y adoptar el de un aliado, se había empezado a recorrer un camino que mostraba cierto cambio de paisaje, obligado por la relación de fuerzas. El poder del Ejecutivo tenía una contraparte que no había pesado hasta 2009 y, en 2010, vendrán las elecciones nacionales. El poder indivisible necesitaba victorias, primero dentro del propio movimiento justicialista, batalla que Kirchner ya estaba calibrando.
Kirchner no era sólo un voluntarista sino también un inspirado. Salvo un apresurado que supiera poco, nadie en esa próxima competencia podía estar seguro de que podía desplazarlo. Su inteligencia y su iniciativa causaron siempre la admiración de sus amigos y la expectativa de sus opositores. Estas últimas semanas de su vida estuvieron bajo el signo de las exploraciones, las encuestas y los pálpitos electorales. Como cualquier político que había tocado el éxito y la popularidad en muchos momentos, Kirchner no quería alejarse de la cabina de mando. Creía que él era la única garantía, incluso la única garantía de su propio futuro. Surgido del peronismo, Kirchner no se sentía seguro con las declaraciones de lealtad y desconfiaba de las disidencias que, a sus ojos, encubren traiciones.
Todos, amigos y enemigos, estaban seguros de que algo debía suceder en los próximos tiempos. Sucedió esta muerte que, como toda muerte inesperada y temprana, cortó el curso de las cosas, pero un destino propicio hizo que Kirchner muriera sin conocer una derrota decisiva. Kirchner, muchos lo aseguraban, vivía en el límite de las apuestas a cara y ceca, perder todo estuvo siempre inscripto dentro de las posibilidades. Fue un político de alto riesgo, no un jefe cuya cualidad principal fuera la prudencia. Fue también un político afortunado. Y murió antes de que su imprudencia venciera a la fortuna.
Junto con la renovación de la Corte Suprema hay otro acto de reparación histórica que nadie podrá negarle: después de la derogación de las leyes de impunidad, Kirchner apoyó con su peso personal e institucional la apertura de los juicios a los terroristas de Estado. Hizo su escudo protector con los organismos de derechos humanos hasta convertirlos en articulaciones simbólicas y reales de su gobierno. Como sucedió siempre con Kirchner, el apoyo a que las causas obtuvieran sentencia se entreveró con la política que inscribió a las Madres y Abuelas en la trinchera cotidiana. Kirchner, hasta hoy, ofrece esos balances complicados. Igual que su afirmación latinoamericanista: reivindicó la idea de una nación independiente y soberana, pero dirigió o permitió peleas tan declarativas como inútiles; como secretario de la Unasur, tomó una responsabilidad que cumplió contra muchas predicciones.
Fin de un acto que lleva su marca. Fue la obsesión amada o temida, desconfiada o combatida de muchos. Pocos políticos tienen la fortuna de marcar la historia de este modo. En la turbulencia que produce la muerte, antes de la claridad que llega con el duelo, no es posible saber si el kirchnerismo será un capítulo cerrado. La muerte convoca a los herederos, los legítimos y los que piensan que, en realidad, no son herederos sino titulares de un poder perdido o entregado de mala gana. También falta definir del todo cuál es la herencia y si es posible que pase a otras manos. La memoria de Kirchner puede convertirse en política o en historia. Lo segundo ya lo tiene asegurado con justicia. © LA NACION
La muerte del líder hará difícil transitar la huella kirchnerista
Por Walter Brown
El Cronista
El paso de Néstor Kirchner por la vida política no quedará como uno más en la historia argentina. Su fuerte liderazgo trazó una huella profunda en una senda que muchos dirigentes eligieron seguir y otros tantos prefirieron no transitar. Pero ninguno pasó por alto su presencia. Ni oficialistas, ni opositores.
Algunos hicieron el intento de recorrerla y quedaron en el camino, maldiciendo el momento en que aceptaron esa empresa. Otros desistieron fatigados por la intensidad del ritmo y lo arduo del trayecto. Solo unos pocos “soldados” tuvieron la energía para transitarla en toda su extensión, desde el comienzo como intendente de Río Gallegos primero y como múltiple gobernador santacruceño después, hasta el reciente final como ex presidente de la Nación, titular de la Unasur, diputado nacional, número uno del PJ, esposo de la jefa de Estado, principal candidato oficialista a sucederla..., en definitiva, el hombre más poderoso del país.
Con esa premisa llegó a la Presidencia en 2003, luego de la debacle de Fernando de la Rúa y el presuroso llamado a elecciones de Eduardo Duhalde. La escasa cantidad de votos obtenidos en la primera vuelta que perdió ante Carlos Menem y la renuncia al ballottage del riojano, le privó de arribar a la primera magistratura con el apoyo masivo en las urnas que consideraba imprescindible para iniciar una gestión en un país herido por la crisis económica.
La necesidad de mostrarse fuerte ante la población y eliminar la versión de que el Gobierno, realmente, sería manejado por Duhalde, quien lo había llevado hasta ese lugar cuando era casi un desconocido para la mayoría de los argentinos; profundizó el perfil que había trazado en la provincia patagónica, donde el personalismo y la obsesión por la administración ya eran todo un sello de Kirchner.
Quienes lo acompañaban en el gabinete santacruceño por entonces sabían que todas las decisiones pasaban por él, que más allá de tener un ministro de Economía, prefería controlar las cuentas personalmente; que era su principal operador ante dirigentes políticos y gremiales; que podía llamar a sus colaboradores a las 3 de la mañana para tratar un tema pendiente; que no le gustaba mantener reuniones de Gabinete y que sólo tenía un círculo reducido de personas con las que aceptaba debatir, entre ellos, la actual presidenta Cristina Kirchner, el ministro de Planificación Julio De Vido y el secretario Legal de la Presidencia, Carlos Zanini. Y que no aceptaba términos medios. Se estaba con Kirchner o contra Kirchner.
Aquél que se subía a ese tren, sabía que el proyecto del patagónico preveía al menos tres períodos al frente, con una escala intermedia de Cristina en el sillón presidencial –para no sufrir el efecto del fin de una era, tras el segundo mandato– y un regreso del conductor en 2011. Pero quienes abrazaron la bandera kirchnerista no contaban con que la propia vehemencia e intensidad con la que su líder encaró la carrera terminaría por agotar su resistencia física. ¿Sin la guía de Kirchner, qué pasará con Hugo Moyano, Daniel Scioli, Guillermo Moreno o Luis D’Elía, por citar algunos de los ejemplos del mundo K? ¿Seguirán el mismo camino o cambiarán de rumbo, paulatinamente?
Kirchner respiraba política. Vivía la política. Ahora, habrá que ver cómo la política K sigue viviendo sin su líder.
Se fue un hombre poderoso
Jorge Sigal
La Nación
Ayer murió un hombre poderoso. Para un país que rozó varias veces la línea de la desintegración, que no llegó a la madurez institucional ?expresión finalmente de la madurez colectiva, la posibilidad de vivir sin padres omnímodos?, la noticia trasciende el plano emocional. Otra vez, la Argentina se enfrenta a un dilema histórico. Porque Néstor Kirchner tuvo la astucia de morirse sin completar el inevitable proceso de decadencia que suele corroer a los jefes de hierro. Hasta ayer, la política se dirimía entre quienes apostaban a la continuidad de lo que se bautizó "el modelo" ?en realidad una forma de ejercicio del poder? y quienes se oponían, sin mucha imaginación, a ese manejo discrecional de la fuerza.
La proyección de Kirchner, un líder que aborrecía el arte de la sutileza, había simplificado la política argentina: a favor o en contra, ésa era la razón de ser de los aspirantes a heredar la corona. Salvo honrosas excepciones, la mayoría de los candidatos se dedicaban hasta hace unas horas a construir fórmulas de contención o de degradación de la figura central del poder. Kirchner supo instalar el dramatismo a su favor. Incluso, logró seducir a una parte de la intelectualidad progresista que lo siguió hasta en aventuras impensadas poco tiempo atrás, como la alianza con la dirigencia sindical ortodoxa. Por primera vez, un segmento tradicionalmente apegado a las proclamas éticas generó recursos creativos para justificar lo injustificable. La alianza con un sector de la dirigencia juvenil de los años setenta le dio al ex presidente un rédito extraordinario: dotó de sustento ideológico su prédica de poder.
Kirchner era un hombre valiente, audaz y temible. Quizá ningún hombre sin esas cualidades podría haber ordenado el desquicio posterior a 2001 y el tembladeral social en que se sumergió el país luego de la cirugía mayor realizada por Eduardo Duhalde. Lo hizo, y logró atravesar la transición con crecimiento económico y restituyendo las bases del Estado a un lugar de certidumbre. Permitiendo, además, que los jugadores se volvieran a alinear, aunque fuera en la elemental dicotomía entre buenos y malos.
A partir de ahora se sabrá si, además de amar u odiar al rey, los aspirantes a la corona serán capaces de imaginar una vida sin el rey. © La Nacion
Oposición apoya, pero sin cheque en blanco
Por Rubén Rabanal
Ambito Financiero
Toda la oposición, como es esperable en estos casos, se alineó ayer en un apoyo a Cristina de Kirchner, más allá de las condolencias presentadas. Aquí no hubo excepciones desde el radicalismo hasta el Peronismo Federal, pasando por el macrismo y toda la izquierda. Se abre ahora al menos una semana en la que toda la política hará una pausa: todos los partidos esperarán que la próxima movida parta de la Presidente especulando, quizás, con que aparezcan cambios en el estilo Kirchner. Pero no habrá cheque en blanco. Anoche ya se advertía que, tras el duelo, el apoyo de todos los partidos a la Presidente tendrá sus condiciones: que no cierre el Congreso en diciembre y acepte, por primera vez, sentarse a dialogar. Eso implicará prorrogar las sesiones ordinarias y debatir la agenda pendiente como el Presupuesto nacional y todos los proyectos que la oposición tiene en espera. Ninguno de ellos le interesa al Gobierno, por lo que la expectativa opositora parecía demasiado optimista.
Esa interpretación de la oposición sobre la debilidad política, que puede suponer para Cristina de Kirchner la muerte de su marido y el espacio que eso podría abrir, chocó a media tarde con una señal que fue inmediatamente interpretada en el Congreso como un límite del oficialismo: la decisión de velar a Néstor Kirchner en la Casa Rosada y no en el Salón de Pasos Perdidos del Congreso. Los bloques lo tomaron casi como una declaración presidencial de guerra, habida cuenta de que allí se realizó la mayoría de los funerales de mandatarios.
La diplomacia partidaria, de todas formas, imperó en todas las decisiones que tomó la oposición. El radicalismo anunció que suspenderá todos los actos programados para el 30 de octubre, cuando tenían pensado recordar el aniversario del triunfo de Raúl Alfonsín y aprovechar para el lanzamiento de la precandidatura de su hijo Ricardo.
«La UCR acompaña a la señora presidente de la Nación y su familia en este momento de dolor», dijo Ernesto Sanz en un comunicado. Ricardo Alfonsín fue más allá y suspendió también su campaña junto a Miguel Bazze, presidente del comité bonaerense de la UCR. Y terminó con una formalidad imprescindible: «Puede contar con el radicalismo en estas horas difíciles».
Ricardo Gil Lavedra también le lanzó a Cristina de Kirchner una oferta similar: «Cuenta con todos para seguir con la tarea que le dio el pueblo», le dijo en medio de una tregua que sólo un fallecimiento como éste puede justificar.
Quizás fue Oscar Aguad, presidente del bloque radical, quien dejó traslucir la pelea que se viene: «Yo creo que se viene una nueva etapa y le pido a la Presidenta que tenga la fortaleza y la inteligencia necesaria para convocar a la unidad nacional», dijo ayer.
Hasta Carlos Menem, también impensado aliado de los Kirchner en el Senado en los últimos tiempos, por acción u omisión, se declaró a «completa disposición de la presidenta Cristina Kirchner», aunque terminó con una frase poco feliz: «Hay que ayudar a la mandataria para que continúe en sus funciones».
Desde el Senado, dos aliados del kirchnerismo, los fueguinos María Rosa Díaz y José Carlos Martínez, presentaron condolencias. Sus votos seguirán siendo clave para que Cristina de Kirchner no tenga más complicaciones en el Congreso.
El macrismo se sumará también a los planteos que hará la oposición la semana próxima, pero por ahora Mauricio Macri encabezó también la oferta: «Reitero mi acompañamiento institucional a la Presidenta en esta hora difícil en la que tenemos que estar unidos por el país». Lo siguió Paula Bertol: «Un hombre clave de la política argentina ha muerto, y la oposición debe aportar calma y madurez».
El primer ensayo de la paz condicionada que la oposición le ofrece al Gobierno se verá hoy y mañana en la Casa Rosada durante el velorio de Néstor Kirchner. La delegación radical estará integrada por Sanz, Gerardo Morales y Aguad, como mínimo, tal como se planteaba ayer en el comité nacional partidario. Ricardo Alfonsín aportará también y es una incógnita cómo será la participación de Julio Cobos.
Pero lo cierto que todos ellos reconocen que ahora cambiará el eje de la puja en el Parlamento. Y mucho menos cuando todas las acciones que tenía diseñadas la oposición sufrirán una demora de al menos dos semanas, mientras el país procesa la muerte de Kirchner. Quedarán así al límite del final del período ordinario de sesiones el 30 de noviembre y sin poder de fuego.
Murió en su ley, como vivió
Jorge Lanata
La Nación
1) Kirchner:
La muerte, siempre, sorprende y espanta. La de Néstor Kirchner estalló en el vacío de un feriado, espera de la llegada del censista y teléfonos que no pararon de sonar. La muerte ajena espanta porque nos enfrenta al fantasma de la muerte propia. Esta mañana supimos, otra vez, que no somos inmortales. La sola idea es insoportable, por eso vamos a olvidarla con rapidez. Ni siquiera el poder puede defendernos de ella. Néstor Kirchner tuvo suerte: murió en su ley y en El Calafate, su lugar en el mundo. Los médicos diagnosticaron "muerte súbita". Súbito: precipitado, impetuoso o violento en las obras o palabras, diagnostica el diccionario. Tuvo, Néstor Kirchner, una muerte que coincidió con su vida.
-Ultimamente estaba sensible y paranoico -dijo Jessica en el chat. Jessica cubre Gobierno para mi programa de televisión.
-Se murió sin que nadie lo conociera -largó Luciana, más temprano, apenas supimos la noticia. Luciana hablaba y hablaba, y yo pensaba que la muerte nos empuja sobre los silencios, que era el miedo de Luciana el que estaba hablando.
-Vos sabés que él era su amigo -siguió Luciana mencionando su conversación con una fuente-. Bueno, estaba muy mal, llorando, y me dice: "Es un tipo que no contaba nada, se guardaba todo adentro. Pero sufría un montón. Este nivel de agresividad fue el que lo mató".
Escuché eso varias veces a lo largo del día: Kirchner fue asesinado por su personalidad.
Néstor Kirchner ha muerto y el pasado, ahora, se convirtió en anécdota: la avidez que lo empujó al precipicio será avaricia o entrega generosa, según la historia y quien la escriba.
Acabo de ver, en el noticiero, que alguien pintó apresurado una tela que dice "Néstor Vive", y la colgó de la reja que separa la mitad de la Plaza de Mayo de la Casa de Gobierno. Antes, supe que hubo quienes tocaron bocina en la calle, en una miserable actitud de festejo. Nadie puede estar orgulloso de su odio, si es que lo tiene. El odio es una bajeza del espíritu. Recordé entonces aquella pintada de "Viva el cáncer" durante la agonía de Eva Perón; pesadillas de una Argentina que ojalá haya quedado para siempre atrás.
Néstor Kirchner ha muerto. Que su alma descanse en paz.
2) Kirchnerismo:
¿Existirá el kirchnerismo? Si existe, desde hoy será puesto a una dura prueba: dar los primeros pasos sin su inspirador. Y si existe, ¿de qué kirchnerismo se trata? ¿Del de Moreno o el de Scioli? ¿El de Kunkel o el de Bonafini? ¿Tendrá la disciplina suficiente para organizarse en ausencia de su líder o habrá llegado para muchos el momento de pasar facturas? ¿El kirchnerismo habrá sembrado vientos? Una Presidenta con un vice opositor y el peronismo dividido un año antes de las elecciones: la palabra prohibida es Isabel. No hay duda posible sobre la continuidad institucional, y mucho menos sobre asonada alguna, pero la palabra prohibida remite al vacío de poder o al desborde temperamental de quien lo maneje. La otra palabra es equilibrio.
¿Cristina necesita ayuda? Habrá varios dispuestos a darle el abrazo del oso. ¿Sobre quién sostener el Gobierno más allá de sí misma? Julio De Vido tiene problemas de salud y acaba de perder un hijo hace poco más de un mes. Aníbal Fernández es un buen espadachín radial, el hijo de Jacobo un pésimo diplomático, Hugo Moyano el enemigo en casa. La soledad es peligrosa y las compañías de segunda línea tienen intereses propios. Cristina deberá tomar, en los próximos meses, muchas decisiones: ella es la persona que soportará en su espalda el destino del kirchnerismo.
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