¿Cómo puede ser moderna una discusión que pertenece al siglo V antes de Cristo?
De hecho, Platón es considerado un conservador, dogmático y aristocrático. Su predicamento en el sentido que debían los Estados ser gobernados por reyes filósofos, implicaba, en los hechos, que debía ser gente de poder, de ética estricta y de voluntad disciplinatoria. Claro que, todo ello, para alcanzar una democracia ordenada, con dirección a plasmar los grandes ideales de lo justo, lo bello y lo bueno. Trató de aplicar sus creencias con el rey y tirano de Siracusa, Dionisio II, pero el discípulo vino en resultar un ejemplar de bajos instintos, al punto que el pueblo terminó rebelándose y expulsándolo del reino.
Para Platón, que desde su mito de las cavernas entiende que el filósofo es el hombre iluminado, ese que vio la luz de la verdad de manera directa, a rostro descubierto, y es quien trasmite la realidad verdadera a los demás seres que habitan la profundidad obscura, y que deben contentarse con conocer sólo las sombras de la verdad. Desde entonces entiende que el pueblo debe ser conducido hacia esos valores y verdades absolutos, justamente por esos hombres excepcionales, capaces de ejercer con fuerza su poder conductor.
Por otra parte, los llamados “sofistas” cuestionan las teorías conservadoras, idealista e inmovilista de los filósofos, respecto al gobierno de los hombres. Ellos son relativistas y tratan las cosas del gobierno y el Estado con sentido flexible. Entienden que el mundo humano no posee verdades inconmovibles y absolutas. Que lo que se da son luchas, contradicciones y, por tanto, es el pueblo el que debe definir, por sí mismo, lo que busca, lo que desea y lo que aspira como gobierno y como Estado. No hay clase especial de hombres dilectos; es el ejercicio de la voluntad colectiva la que debe fijar los objetivos e ideales, que serán siempre provisorios y mudables.
Es verdad que muchos de los sofistas eran aristocráticos, es decir partidarios del gobierno de los más encumbrados; pero la mayoría llegaron a ser populistas y demagogos. En todo casos todos eran acomodaticios respecto a las realidades que les tocaba enfrentar: No prevalecían los valores sino lo pragmático. Caliclés, que pertenece a los sofistas aristocráticos, llegó a sostener que las leyes eran establecidas por los débiles para contener a los fuertes, por tanto los fuertes debían despreciar esas leyes.
¿Acaso no tenemos, durante la modernidad, sobrados ejemplos de este mismo viejo dilema?
¿Acaso el “iluminismo” no ha intentado definir los valores e ideales de una república democrática según los mismos valores de lo justo, lo bello y lo bueno? ¿Acaso no se instalaron las aristocracias emergentes de la burguesía comercial, financiera e industrial, con sus “ideales” propios de justicia, de lo bueno, de productividad, de derecho de propiedad y familia, a pontificar sobre las verdades eternas y la moral disciplinatoria, por largos tres siglos? ¿No fueron todos ellos administradores de gobiernos oligárquicos, ya sean de derechas o de izquierdas, los que se sintieron pertenecer a esas élites iluminadas, cargadas de pensamiento “altruista” y “humanista, portadores del sentido direccional único de la historia? ¿No eran ellos los portadores de la luz, mientras las masas debían ser instruidas en sus cavernarias obscuridades, para que se aproximaran, luego de un largo proceso, a la verdad, todavía para ellos, indescifrable?
Entonces ¿Quiénes serían los “sofistas” de hoy?
Seguramente, aquellos que ostentan un pensamiento crítico; quienes plantean una visión relativista de la realidad impuesta como dogma; los que luchan por los derechos civiles; los que defienden el medio ambiente, los que apoyan las luchas por la justicia distributiva; los que creen en la participación democrática; los que no respetan las sociedades instaladas; los que entienden que el Estado moderno es la sumatoria de toda la sociedad organizada, esa que se toma la libertad de emitir opinión abierta sobre las decisiones de poder que les afecta a todos; es decir, quienes promueven un Estado máximamente inclusivo, máximamente integrador y participativo; un Estado descentralizado y desconcentrado, pero centrado en el pueblo como soberano, y no en las élites.
Hoy, los sofistas visibles no están en el poder, en casi ninguna parte del mundo. Todos los Estados actuales creen aún en el esquema de dominación y de delegación de poder en élites “iluminadas”. Es cierto que hay Estados más inclusivos que otros; pero todos terminan imponiendo verdades que deben ser aceptadas; escasos son los escenarios para las discusiones de lo que se da por supuesto; las academias han obviado su tradicional tarea de investigar y falsear verdades; los intelectuales se han transformados en edulcorantes de los poderes y sus postulados; las religiones se han refugiado en la privacidad de las almas y demonizan al mundo público; la ciencia se suma a potenciar la explotación tecnológica e industrial, dejando lejos en el pasado su vocación humanizadora del saber; las izquierdas han amputado su irreverencia y han llegado a avalar la sentencia expuesta por
Ortega y Gasset: “Ser de las derechas como ser de las izquierdas, es una de las mil formas que tiene el hombre de ser un imbécil”.
Hemos llegado al siglo XXI y la humanidad no termina de cumplir la promesa del siglo XVIII. Y ya no la cumplió.
Entonces emerge el pensamiento llamado “posmoderno”. Esos que desean derrumbar las teorías dominantes del “iluminismo” y la “ilustración. Los Popper con su “Miseria del historicismo”, los Wattimo y el “Fin de la Modernidad”, los Boudrillard, Deleuz y tantos otros, que vienen minando los caminos de los hegelianos historicistas, los marxistas y todos esos mitificadotes de los absolutos, y que terminaron encarnando una verdadera “modernidad terrorista”.
Pero estos nuevos “sofistas” del siglo XXI, traen un discurso ambivalente: que quiere desmontar lo moderno, pero al carecer de universalidad para hacerlo, termina apartándose de los compromisos sociales, con sus luchas, y aceptando las particularidades de los poderes agremiados en sus atrincheradas ventajas. Esa es su debilidad, a pesar de contener una fe exagerada en las nuevas realidades comunicacionales y globalizantes, que, para ellos, oficiará como partera de una nueva y plural liberación.
Los “sofistas” de la Grecia antigua, surgieron en la fase de relativismo disolutivo de la gloriosa Atenas; cuando su poder comienza a ser amenazado y los conflictos intestinos deben encontrar un cauce de polémica alternativa.
Los filósofos grandes desean que el hombre siga siendo un súbdito del Estado; de esa manera se regresaría al fortalecimiento en la unidad de la Ciudad. Los “sofistas”, en cambio, creen en que esos estandartes ya se derrumbaron y que nuevos tiempos deben ser inaugurados, pero no desde la tradición fallida, sino de la conciencia libre de los pueblos.
¿Acaso no transitamos, ahora, un tiempo de disolución moderna y de cuestionamiento de los pilares que soportaron la realidad de varios siglos? ¿Acaso las élites no han defraudado, hasta el punto de venir a dar en un nihilismo deshumanizado y maquínico? ¿Acaso los libertadores no han aniquilado la libertad misma con la masificación de la cultura?
Es entonces llegada la hora de repensar la realidad en aras de un porvenir que se muestra misterioso y obscuro, como las cavernas platónicas.
Pero nuevamente confrontamos el dilema del autoritarismo poderoso de las élites indoctrinadas (La revolución de las élites), o la rebelión crítica del pensamiento descentrado y alternativo.
Esa confrontación está en sus inicios, pero el destino es tan incierto como sorprendente fue el desenlace de la historia antigua, que derivó en la cultura cristiana de Occidente, que ya comienza, al parecer, a cerrar el ciclo de su vigencia milenaria.
Brillante y crítico artículo. Felicidades de un estudiante de Humanidades.
ResponderBorrar