COLUMNA DE CARLOS PEÑA-KRADIARIO
La Presidenta y el Papa
Por Carlos Peña (*)

El primero consistió en prometer al secretario de Estado que
la Iglesia -la Iglesia como tal- tendría participación en el debate
constitucional:
"Las iglesias pueden dar a conocer su perspectiva (...)
cosa que sin duda yo le he asegurado, porque justamente cuando hablamos de un
proceso constituyente, hemos hablado de que participen los distintos estamentos
(...) que esta no sea una discusión de una élite...".
Tal cual
Por supuesto, si la Presidenta se hubiera referido a la
Iglesia en el sentido griego (al pueblo), el problema no sería mayor. Pero no.
Ella se refirió a las distintas confesiones religiosas y a sus formas
asociativas que, en tanto tales, debieren participar del proceso.
Pero si las iglesias, las confesiones religiosas, debieren
tener una voz en el debate, como la Presidenta prometió al Vaticano, ¿por qué
no los sindicatos, las organizaciones estudiantiles, las organizaciones
empresariales, en suma, las diversas formas asociativas que existen entre el
individuo y el Estado? Lo que vale para una, vale para todas las otras, pero
eso equivale a corporativismo.
Es probable que, sin darse cuenta, la Presidenta haya dado
un paso extremadamente peligroso, que es convertir el debate constitucional en
el principio de una democracia orgánica donde la representación política a
cargo de los partidos y los ciudadanos (que es propia de la democracia en
sentido estricto) es desplazada por la representación de lo que Hegel llamaba
corporaciones. Algo así fue el principio del fascismo. Y algo de esa índole se
había propuesto en Chile solo por Pedro Ibáñez y Carlos Cáceres. Múltiples
colectividades que, como un compacto arrecife de coral, arrastran y sustituyen
al individuo. La sociedad como la suma de colectividades en cuyo interior -y
solo en cuyo interior- el individuo adquiere relevancia.
La confirmación de que la promesa de participación que se
hizo a la Iglesia es fruto de una preferencia por lo colectivo, por lo
corporativo, se confirmó en las declaraciones que la misma Presidenta efectuó a
la salida de su entrevista con el Papa:
"Hablamos de la crisis de confianza (....). Y que todos
quienes tenemos un rol en lo político y en lo moral podamos hacer que el valor
de lo colectivo sea un valor importante", concluyó.
Como se observa, hay una estricta consonancia entre la
promesa de participación a las iglesias (y con ellas a todas las corporaciones)
y una preferencia por lo colectivo.
Se trata de un error grave
Las sociedades abiertas y democráticas descansan en la idea
de que el individuo -su voluntad, sus decisiones y su plan de vida- es un área,
un ámbito, inmune a las decisiones de los demás, algo que escapa a la
injerencia no consentida de los otros. En suma, las democracias se esmeran por
erigir al individuo y no a la colectividad como un valor. El sueño de vivir
abrigado por la colectividad -para escapar al frío del mercado o los rigores de
la vida- es un sueño incompatible con los principios liberales que subyacen a
la democracia.
Pero no es solo la idea de individuo la que está en peligro.
Cuando, como lo hizo la Presidenta, se ensalza lo colectivo como un valor, se
pone en riesgo la idea de responsabilidad. Y es que cuando un colectivo como
tal se hace cargo de un asunto, nadie se hace cargo. Jorge Millas lo dijo
alguna vez de manera inmejorable: "La absurda pretensión ético-sociológica
de que todos sean responsables no puede sino conducir a la inmoralidad de que
nadie de verdad responda". Lo decía a propósito de la universidad, pero lo
mismo puede decirse a la hora de la política.
En fin, la simple apelación a lo colectivo suele esconder
una peligrosa falacia que suprime el escrutinio racional de las decisiones. Del
hecho que un colectivo adopte una decisión, no se sigue que esa decisión sea
mejor, más verdadera o más digna de estima que cualquier otra. El mero número
de personas que profiere un enunciado no es una razón para confiar en su
verdad.
No hay duda
Ni la Iglesia debe participar como tal en el debate
constitucional, ni lo colectivo por sí mismo es un valor, por más que, animados
por lo que podría llamarse catolicismo político, lo proclamen la Presidenta y
el Papa.
(*) El autor es columnista estable de El Mercurio.
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