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jueves, 18 de julio de 2013

18-7-2013 - KRADIARIO N° 862
RECORDAD QUE ERES MORTAL

 Por Hugo Latorre Fuenzalida

Ya en la antigüedad, cuando Roma pasa de la República a imperio, los gobernantes adquirieron tal soberbia que se declaraban habitualmente dioses, y para moderar sus pretensiones, cada vez que un nuevo emperador era designado o conquistaba el poder, a la cabeza del desfile triunfal del entronamiento, acompañaba al dictador un hombre del pueblo que le iba parlamentando una frase célebre hasta hoy, por su pertinencia que supera los siglos: “recuerda que eres mortal”.
Goethe, en el Fausto, se concentra en el llamado “Prólogo en el cielo”, que en definitiva es un diálogo que se lleva a cabo entre Mefistófeles y Dios, el Señor. En esta relajada y amistosa conversación -como debe ser entre dos señores que dominan el mundo desde una perspectiva escatológica, y no desde la inmediatez miope de los hombres-, Dios se enorgullece de presentar su nueva creación –el hombre- a su interlocutor, Mefistófeles.
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Pero Mefistófeles, que ya ha tenido éxito en tentar o sabe que lo tentará, y que el hombre pisará el palito (el tiempo es relativo en la escatología), le responde al Señor Dios de una forma sorprendente: “Con todo respeto mi Señor y sin querer ofenderte, debo decirte que no debes ufanarte de esta creación, pues probado es que, éste que has creado, es un insensato. Le has entregado todas las posibilidades para ser feliz: la luz de la razón, la sensibilidad de la belleza y sin embargo todo lo complica y lo confunde, y quiere alcanzar glorias que son solo tuyas”.
 
Debo confesar que esta intervención de Mefistófeles no es la original de Goethe, pero es aproximadamente la que recuerdo en su sentido casi literal.
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La respuesta de Dios no fue de irritación, sino de profunda sabiduría: “Bien –le responde-, para eso estás tú, justamente para hacerlo caer y, de esa manera, aprenda”.
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Luego de este texto, uno pueda estar tentado a dictar una sentencia: los políticos son justamente la expresión del límite máximo de la soberbia humana, es decir de su fallida naturaleza. Ellos se creen dioses o semidioses; otros se sienten signados por los dioses; pero todos, en definitiva, parecen estar más cerca de Dios que el resto de los hombres, por eso se atreven a dictaminar su propia importancia, exaltar su ego desproporcionado y cuando tienen poder mayor, son capaces de definir lo que es verdadero y falso, a establecer el derecho a vida o muerte y la resultante, históricamente hablando –con las debidas excepciones- ha sido el error más consuetudinario y el cúmulo de plagas acumuladas como montañas de cadáveres (que ya las pintó maravillosamente Paul Klee, en su “Angel de la historia”).
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Así, también, el Siglo de las Luces, epígono de la modernidad humanista, terminó en el “Estado terrorista”, tan propio del siglo XX; el desarrollo de la ciencia, concluye en la esclavitud maquínica del presente; y la eliminación de la pobreza, que prometió el productivismo industrial, concluye en la alienación consumista, donde el hombre termina siendo un objeto más de consumo.
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Pero los políticos conforman una subespecie de la humanidad en que la “conquista del paraíso” se impone con una “hybris” (soberbia) tan desenfrenada que agota sus propias energías, pero que es capaz de construir enormes procesos, los que finalmente el tiempo en su tarea de compulsión creativa, destruye de manera ineludible (sin cambio no hay tiempo; sin destrucción de lo creado no hay historia, y sin historia no hay políticas, y sin políticas no hay políticos). Pero los políticos creen y piensan que sus construcciones son perennes, que en sus luchas se juega la eternidad, que su memoria debe quedar estampada para siempre, como pirámides, como testamentos bíblicos.
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Pero esa insensatez, diagnosticada tempranamente por Mefistófeles, es complementada en las posturas de la ciencia posterior, y Freud , en otro diálogo epistolar realizado con otro genio moderno, como fue Einstein, manifestaba su desesperanza sobre la condición humana. En “Cartas de la guerra”, plantea Freud, que esa naturaleza contradictoria entre instintos y razón, a lo que se añade  el vuelo ilimitado de la imaginación, condena a la humanidad a las atrocidades más impensada en las otras especies. Es decir que llevamos en nuestra carga genética la “semilla del mal”, que no somos racionales sino, más bien, instintivos; y que esa dupla que son lo instintivo y lo imaginativo, nos llevan a la pasión, como fuerte pulsión de la vida, energía enorme, capaz de mover montañas, pero también capaz de enterrar pueblos y generaciones de víctimas bajo esas pulsiones rebeldes, extralimitadas.
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En definitiva, somos una naturaleza débil, cerebralmente inestable, ambivalente y frágil, pero para peor de males, desdoblable en otras personalidades. Ya Dostoievski lo advertía en una sentencia indesmentible: “Cuando te pares frente a alguien, ten presente que tienes ante ti a más de una persona”.

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