Hosni Mubarak ha sido un político pragmático, sin grandes proyectos y obsesionado por la seguridad.
Por Tomás Alcoverro
Corresponsal en Beirut de La Vanguardia

Los seguidores del rais, rodeando la plaza, buscan expulsar a los miles de manifestantes que durante una semana la han convertido en el símbolo de su resistencia contra el odiado régimen egipcio. Su permanencia es un obstáculo para la prometida transición política, enunciada en su discurso, no desprovisto de dignidad nacional ni de responsabilidad de gobernante. Es también el final de sus entusiasmos revolucionarios. “¡Con el espíritu, con la sangre, te defenderemos, oh Mubarak!”, gritaban sus gentes al acercarse a la vasta plaza de la Liberación agitando banderas egipcias.
Sin el carisma de Naser, dramático y revolucionario, que hizo vibrar el corazón de millones de árabes con su política nacionalista, con sus sueños de grandeza, y que fue un hombre al que gustaban la música, el cine, la literatura o la fotografía; sin el carácter de Sadat, que acostumbraba a vestirse a menudo con la dish-dasha tradicional y adoptaba las formas simples de un alcalde de aldea, el honda del profundo Egipto, para llegar al pueblo, Mubarak no ha sabido comunicar con sus conciudadanos, o quizás mejor decir con sus súbditos.
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Foto de Islamweb.com |
Al empezar su mandato, quiso limitar los excesos del crecimiento del sector privado a expensas de la política de asistencia y subvenciones públicas, reducir la corrupción administrativa, liberando a muchos presos políticos de las cárceles de la época anterior del presidente Sadat. Mubarak ha continuado su política de apertura o infitah, pero al final su régimen se ha confundido con los intereses de los grupos liberales, capitalistas salvajes, representados por su hijo Gamal, que han causado estragos en la población. Los servicios públicos de salud, de educación, se han degradado, su corrompido régimen de endémica práctica de la tortura, de fraudulentas elecciones, ha ido aislándose cada vez más. No hay que olvidar, sin embargo, que en la década de los noventa Mubarak tuvo que enfrentarse con la hidra terrorista islámica, que amenazaba con convertir Egipto en otra Argelia. Con el pretexto de su represión, se cometieron muchas violaciones de los ya maltrechos derechos humanos.
El Cairo de Mubarak es El Cairo de los flamantes rascacielos, de las ciudades residenciales para los egipcios afortunados, que no pueden esconder sus miserables y populosos suburbios.
Sus enemigos le acusan también de haberse convertido en un servidor sumiso de la pax americana en Oriente Medio, desdeñando la causa palestina, en un fiel aliado de la CIA en su guerra contra el terror.
La pax americana ha sido su opción y durante décadas su régimen ha recibido de las sucesivas administraciones de Washington grandes ayudas financieras y elogios repetidos sobre su clarividencia. Pero en verdad Egipto ha perdido su prestigio en los países árabes y su influencia diplomática en el mundo. Sus mediaciones inútiles entre Israel y los palestinos para reavivar un acuerdo de paz y su decisión de cerrar el paso fronterizo de Rafah, ahogando todavía más a los habitantes de la bloqueada Gaza, le han hecho muy impopular. En cambio, sus partidarios ponen énfasis en que, al concentrarse sólo en Egipto de manera pragmática, ha sido el primer estadista que se ha encarado con sus problemas sin ambiciones fantasiosas sobre Oriente Medio. No se ha expuesto a conflictos que no podía ganar, como las guerras con Israel, y ha fomentado metódicamente su acción diplomática sin aparatosos éxitos ni graves fracasos. En las pancartas que blandían sus partidarios en su avalancha sobre el centro de la capital habían escrito “gran Mubarak”.
La falta de un proyecto político a diferencia de Naser o de Sadat y las frustraciones de la vida cotidiana para millones de habitantes han provocado esta tan amenazadora situación. Hay que elegir entre las soluciones revolucionarias de Tahrir y la estabilidad y seguridad de la población de Egipto. Anoche, los soldados apostados en los carros de combate de la plaza evitaron disparar para no provocar una carnicería entre la población civil.
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