TOLERANCIA O INTOLERANCIA
LA INTOLERANCIA EN EL BRASIL ACTUAL Y EN EL MUNDO
El reciente
asesinato de los caricaturistas franceses de Charlie Hebdo y la última elección
presidencial en Brasil han traído a la luz un dato latente en la cultura
brasileña y en el mundo: la intolerancia. Me voy a restringir a aquélla, pues
ya he abordado la otra, la de Charlie Hebdo, en un artículo anterior. La
intolerancia en Brasil es parte de aquello que Sérgio Buarque de Holanda
califica de «cordial» en el sentido de odio y prejuicio, que vienen del corazón
como la hospitalidad y la simpatía. En vez de cordial yo preferiría decir que
el brasileño es pasional.
Lo que se pudo
ver en la última campaña electoral fue lo «cordial-pasional», en forma de odio
de clase (desprecio del pobre) como de discriminación racial (nordestino y
negro). Ser pobre o negro y nordestino implicaba una tara y de ahí el deseo
absurdo de algunos de dividir Brasil entre el Sur «rico» y el Nordeste «pobre».
Ese odio de clase se deriva del arquetipo de la Casa Grande y de la Senzala
introyectado en ciertos sectores sociales, bien expresado por una madame rica
de Salvador: «los pobres no contentos con recibir la bolsa de familia, todavía
quieren tener derechos». Eso supone la idea de que si un día fueron esclavos,
deberían seguir haciendo todo gratis, como si no hubiese habido abolición de la
esclavitud y no valiesen los derechos. Los homoafectivos y otros de la LGBT son
hostilizados hasta en los debates oficiales entre los candidatos, revelando una
intolerancia «intolerable».
Para entender
un poco más profundamente la intolerancia hay que ir un poco más al fondo de la
cuestión. La realidad así como se presenta es contradictoria en su raíz;
compleja, pues es convergencia de los más variados factores; en ella hay caos
originario y cosmos (orden), hay luces y sombras, hay lo sim-bólico y lo
dia-bólico. En sí, no son defectos de construcción, sino la condición real de
implenitud de todo lo que existe en el universo. Esto obliga a todos a convivir
con las diferencias y las imperfecciones. Y a ser tolerantes con los que no
piensan y actúan como nosotros. Traduciéndolo a un lenguaje directo: son dos
polos opuestos pero polos de una misma y única realidad dinámica. Estas
polaridades no pueden ser suprimidas. Todo esfuerzo de supresión termina en el
terror de los que presumen tener la verdad y la imponen a los demás. El exceso
de verdad acaba siendo peor que el error.
Lo que cada uno
(y la sociedad) debe saber siempre es distinguir un polo de otro y hacer su
opción. El ser humano se revela un ser ético cuando se responsabiliza de sus
actos y de las consecuencias que se derivan de ellos.
Alguien podría
pensar: ¿pero entonces todo vale? ¿ya no hay diferencia? No se predica un vale
todo ni se borran las diferencias. Se debe hacer distinciones. La cizaña es
cizaña y no trigo. El trigo es trigo y no es cizaña. El torturador no puede
tener el mismo destino que el torturado. El ser humano no puede igualar a ambos
ni confundirlos. Debe discernir y tomar su decisión.
Para hacer
coexistir sin confundir estos dos principios debemos alimentar en nosotros la
tolerancia. La tolerancia es la capacidad de mantener positivamente la
coexistencia difícil y tensa de los dos polos, sabiendo que ellos se oponen
pero que componen la misma y única realidad dinámica. Aunque se oponen, son dos
lados de un mismo cuerpo, el izquierdo y el derecho.
El riesgo
permanente es la intolerancia. Ella reduce la realidad, pues asume solamente un
polo y niega el otro. Obliga a todos a asumir su polo y anula el otro, como
hacen de forma criminal el Estado Islámico y Al Qaeda. El fundamentalismo y el
dogmatismo vuelven absoluta su verdad. Así ellos se condenan a la intolerancia
y pasan a no reconocer ni respetar la verdad del otro. Lo primero que hacen es
suprimir la libertad de opinión, el pluralismo y a imponer el pensamiento
único. Los atentados como el de París tienen por base esta intolerancia.
Es imperioso
evitar la tolerancia pasiva, la actitud de quien acepta la existencia con el otro
no porque lo desee y vea algún valor en ello, sino porque no lo consigue
evitar.
Hay que
incentivar la tolerancia activa, que consiste en la coexistencia, en la actitud
de quien positivamente convive con el otro porque le respeta y consigue ver los
valores de la diferencia y así puede enriquecerse.
La tolerancia
es antes que nada una experiencia ética. Ella representa el derecho que cada
persona tiene a ser aquello que es y a seguir siéndolo. Ese derecho fue
expresado universalmente en la regla de oro «no hagas a otro lo que no quieres
que te hagan a ti». O formulado positivamente: «Haz al otro lo que quieres que
te hagan a ti». Este precepto es obvio.
El núcleo de
verdad contenido en la tolerancia, en el fondo se resume en esto: cada persona
tiene derecho a vivir y a convivir en el planeta Tierra. Goza del derecho a
estar aquí con su diferencia específica. Ese derecho antecede a cualquier
expresión de vida, como las visiones de mundo, las creencias, las ideologías.
Esta es la gran dificultad de las sociedades europeas: la no aceptación del
otro, sea árabe, musulmán o turco, y en la sociedad brasilera, del
afrodescendiente, del nordestino, del indígena. Las sociedades deben
organizarse de tal manera que todos puedan, por derecho, sentirse incluidos. De
ahí nace la paz, que según la Carta de la Tierra, es «la plenitud creada por
relaciones correctas consigo mismo, con otras personas, con otras culturas, con
otras vidas, con la Tierra y con el Todo mayor del cual somos parte» (n. 16 f).
La naturaleza
nos ofrece la mejor lección: por más diversos que sean los seres, todos
conviven, se interconectan y forman la complejidad de lo real y la espléndida
diversidad de la vida.
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