OPINIÓN
ADIÓS MARIQUITA LINDA
Por Carlos Peña (*)
Se llamaba Pedro Lemebel. Escribió crónicas,
novela, columnas, hizo performances . Acaba de morir antes de ayer. ¿Qué
significa Pedro Lemebel para la cultura chilena?
Mucho.
Fue proletario, fue comunista y fue homosexual.
Esas tres cosas sumadas resumían, en el Chile de la
dictadura, el de los ochenta, e incluso en el de hoy, casi la exageración de la
marginalidad. Pero Pedro Lemebel, en vez de disimularlas, de ocultarlas en la
sombra de otras cosas, de camuflarlas con el éxito, las puso a plena luz y las
transformó en literatura.
Al revés de lo que suele creerse, la literatura no consiste
en distraer la realidad sino en desnudarla. La realidad, el día a día, suele
llegar hasta las personas envuelta en un vaho de prejuicios, de clichés y de
ideología que impiden verla tal cual es. La literatura, la buena literatura, en
vez de hacer más tupido ese vaho, lo disipa con las armas de la imaginación y
acaba, de esa forma, mostrando la realidad verdadera. Si Nicanor Parra habla el
lenguaje de la calle, el lenguaje de ese sujeto que es todos y es nadie; si
José Donoso pronuncia el lenguaje de una clase dominante y decaída, la clase
que asiste a su propia delicuescencia; Pedro Lemebel habla el lenguaje de lo
excluido, de aquello que la cultura se esmera en negar y en borrar y que cuando
no lo logra, y como una forma torcida de venganza, lo dulcifica y lo normaliza.
Él empleaba el lenguaje, ese barroco extraordinario de los callejones y de los
barrios, para sacar a la luz la sensibilidad homosexual y la marginalidad de
las poblaciones, mostrando que en ella hay tanta reflexividad y realización de
la condición humana, que eso es la cultura, como en cualquier otra clase.
Hoy día también el Partido Comunista, con toda razón,
lamentará su partida y saludará, como gusta decir, su obra. Y todo eso está muy
bien, pero no hay que olvidar que para el partido fue también inicialmente un
excluido. Lo más parecido en esto a la Iglesia Católica, el Partido Comunista
chileno también consideró durante mucho tiempo a la homosexualidad una
desviación, un trastorno burgués, una forma de decadencia que acababa dañando
los intereses de la clase y que, por eso, debía ser disciplinado, sometido a
los cánones de lo que se tenía por normal. Ya es mucho que Pedro Lemebel fuera
gay, careciera de padre (borró su apellido paterno para recordarse a sí mismo,
con orgullo, que era un huacho), tuviera origen proletario y escribiera. Que
además se atreviera a ser comunista y gracias a eso cambiara en el comunismo
chileno, y es de esperar que para siempre, su actitud hacia lo gay, es parte
de la contribución que él hizo a la cultura chilena.
Alguna vez dijo que hablaba y escribía desde la diferencia.
Se equivocaba. Cuando se leen sus cuentos, su novela y sus crónicas, el lector
siente que en él hay algo distinto al simple deseo de exaltar la mera
diferencia. Lo que hay en él es un esfuerzo por rechazar cualquier intento de
normalización, una especie de rebeldía frente a quienes querían transformarlo
en simple excentricidad, convertirlo en un rareza que entretenía y no causaba
daño. Y es que Pedro Lemebel hizo del resentimiento no un sentimiento maligno o
ilegítimo, sino la fuente de una rebelión intelectual que mostraba, mediante la
palabra y a fuerza de imaginación, que la realidad que se tiene ante los ojos a
veces no merece ser respetada. Y que el Zanjón de la Aguada, las poblaciones de
la periferia y la pobreza no deben ser vistas solo al trasluz de la injusticia,
al amparo del paternalismo: ellas, en su opinión, también son capaces de
reflejar lo mejor de la condición humana.
Gracias a su palabra, el Zanjón de la Aguada dejó de ser un
resumen de miseria y se transformó en una fuente de resentimiento productivo,
en un espejo del revés de la modernización. Y en ese espejo, Pedro Lemebel fue
capaz de mirarse y de ver en su imagen al Chile de hoy.
Michel Foucault, poco antes de morir, dijo que escribía, e
incluso hablaba de sí mismo, para ocultar su propio rostro.
Quizá Pedro Lemebel no hacía más que ocultarse tras el barroco
enrevesado de sus crónicas. Y tal vez detrás de sus desplantes, de sus
performances de los años ochenta y de sus alardes de rebeldía, está un rostro
por descubrir. Y es que eso es la literatura: un quehacer que desnuda a la
realidad al precio de ocultar al indiscreto que, como Lemebel, tiene el
talento, y el valor, para revelarla.
(*) Columnista de El Mercurio
(*) Columnista de El Mercurio
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