OPINIÓN
Las guerras de religión han sido -y siguen siendo- parte de la Historia universal. La intolerancia de unos hacia otros, la persecución
de los infieles y las conversiones a la fuerza con su cortejo de hogueras
ocupan bibliotecas enteras. ¿Qué pasa con quienes no profesan ninguna religión?
Por Luis Casado
Hacía tiempo que no venía a Bilbao, y aparte consagrarle
tiempo a los pintxos y a los riojitas suelo darme una vuelta por el Guggenheim
que, en la práctica, vi nacer hace años, cuando me ganaba los fifiles
contribuyendo a la modernización de los transportes públicos en Europa y el
mundo (no… en Santiago, no).
Una vez más me queda la impresión que el valor
arquitectónico y escultural del Museo imaginado por Frank Gehring sigue
superando con creces el valor de las obras que alberga, dicho sea con el mayor
respeto por Richard Serra, Kandinsky, Chillida y tantos otros entre los que
figuran Picasso, Paul Klee, Fernand Léger, Braque, un magnífico Modigliani, y
también no pocos artistas –para mí– perfectamente olvidables.
Una sala expone nueve de los dieciséis cuadros que componen
una obra mayor de Georg Baselitz, la pasablemente célebre “La señora Lenin y el
ruiseñor” (Mrs. Lenin and the Nightingale).
¿Y ahí? Espera, espera, ya viene…
Pasa que el Museo adquirió esta obra, y su visión me trajo
de regreso al tema de la imagen, o si prefieres, de las imágenes. De las
imágenes “sagradas” para más señas.
La serie de Baselitz se basa en la repetición de la misma
estructura compositiva: dos figuras masculinas invertidas, sentadas una junto a
otra, mostrando sus penes, con las manos descansando solemnemente sobre los
muslos.
Recordé que algunas religiones son anicónicas, es decir que
evitan o rehúyen la representación de seres divinos, profetas y otros
personajes religiosos, e incluso las imágenes de seres humanos y/o seres vivos.
De ahí que, por ejemplo, en el judaísmo y en el islamismo la
iconografía no exista, contrariamente al cristianismo, que abunda en pinturas,
esculturas y figuras de vírgenes, profetas, santos, papas y otras beatas, al
punto de constituir capítulos enteros de las artes gráficas durante siglos.
Según los evangelios, Dios creó al hombre a su imagen y
semejanza. Pero según los materialistas entre los que me cuento, por el
contrario, fue el hombre quién creó a los dioses a la pinta suya. Por eso los
dioses se parecen tanto a nosotros. De ahí que entre los dioses de la
Antigüedad griega hubiese uno bueno para el tinto, los placeres y la buena vida
(Dioniso), y otro como Hermes (Mercurio entre los romanos), bueno para los
negocios y el robo (dime dónde está la diferencia y ganas premio).
No pocos de ellos amaban el amor, como Zeus, que tuvo
incontables amantes aparte tener como esposa a Hera, su propia hermana.
Poseidón tiene que haber pasado por Chile, visto que era el dios de los
terremotos (también los había en la Grecia antigua…). Ares era el dios de la
guerra, y se ve que sigue reinando entre los hombres. Afrodita, por contra, era
la diosa de la belleza, el amor y el deseo.
En nuestros días aciagos, cuando Afrodita nos falla nos
sugieren el Viagra, y a los muchachos que la diosa visita con demasiada
frecuencia les dan piedra alumbre para inhibirles las erecciones priápicas.
Entre las costumbres más difundidas entre los dioses estaba
el rendirle apasionado homenaje a las beldades humanas, hombres y/o mujeres,
sin excluir el adulterio, lo que dio nacimiento (es el caso de decirlo) a un
lote de semidioses, hijos bastardos de algún(a) habitante del Olimpo y una
pareja ocasional que vivía en este valle de lágrimas.
Los griegos, y luego los romanos, desarrollaron
jubilosamente las representaciones de sus dioses, mayormente en esculturas y
mosaicos, en los que los dioses aparecían en esplendida desnudez, hasta que
Constantino –que había sido un implacable represor de los cristianos– se
convirtió al cristianismo en el año 325, y mandó a parar.
De ahí en adelante las representaciones de dioses y humanos
debían aparecer con sus “vergüenzas” debidamente cubiertas. El sexo –y todo lo
que lo rodea– se transformó en pecado. Si no me crees, pregúntale a Karadima.
Algunos años más tarde, el 27 de febrero de 380, Teodosio,
emperador romano de Oriente, firmó un decreto con el que declaró al
cristianismo religión del Estado y estipuló un castigo a quienes practicaran
cultos paganos. La máxima expresión de la intolerancia fue la Inquisición (hoy
llamada Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe), que por cualquier
minucia te condenaba a la hoguera.
Otras religiones, como te contaba, por razones que –al menos
en esta parida– no vienen a cuento, estimaron conveniente sumarle caleta de
pecados a los asociados a la lubricidad, la lujuria y la lascivia que
acompañaron al ser humano desde que los seres unicelulares se multiplicaron y
complicaron lo que hacía falta para dar lugar al aparecimiento del Homo Erectus
(lo de erectus en razón de parado en dos patas, y no por lo otro… no te pases
de rosca).
Entre esos pecadillos, está la representación, cualquiera
sea la técnica, de los profetas, los seres divinos, etc., etc. Esto no tiene
nada que ver con que la representación tenga un propósito humorístico,
sardónico, irónico o satírico, ni con que el artista fuese mediocre o
francamente malo. La representación es un pecado. Punto.
Así como en el cristianismo hay imágenes “sagradas”, en
otras religiones la ausencia de imágenes es “sagrada”. Y si por azar, además de
representarlos, se te ocurre cachondearte de los profetas o, por decir algo, de
los ritos y creencias, estás haciendo el uno para que te pase lo que le pasó a
los colaboradores de Charlie Hebdo.
Bill Maher, por ejemplo, que hace reír a miles y miles de
yanquis con sus chistes a propósito del Jonás que vivió en el vientre de una
ballena, o del dios que –poniéndole cuernos al pobre José– engendró un
semidios, perdón, un hombre, reperdón, un dios, en fin, se engendró a sí mismo
visto que con el espíritu santo –el mensajero– son tres personas y un solo dios
no más, Bill Maher, digo, debiese ocultarse de los fundamentalistas sin
fundamento –en plan Opus Dei o Legionarios de Cristo– que son potencialmente
capaces de llenarte de plomo por abordar el tema con un dejo de humor.
Y así llegamos a lo del Guggenheim, lo del pintor alemán
Georg Baselitz, y su obra (2008) “La señora Lenin y el ruiseñor”.
Los personajes representados en la serie de dieciséis
cuadros son Lenin y Stalin, invertidos, o sea cabeza abajo, con el primero
disfrazado de mujer calzando zapatos de taco alto, y ambos exhibiendo sus
respectivas vergas en erección (dígolo habida cuenta del tamaño y la enhiesta
posición en que aparecen). Las descripciones de la obra coinciden en poner de
relieve su carácter satírico.
Baselitz, como queda dicho, realizó este opus en el año
2008. Me pregunté si hubiese osado hacerlo, digamos, en el año 1917, o bien en
1945, con Stalin en el súmmum de su poder y compartiendo con Churchill,
Roosevelt –o Truman– y de Gaulle el aura de los triunfadores sobre el nazismo
alemán.
También me pregunté, en plan mala leche, si hubiese
representado a Hitler y a Goebbels de la misma manera justo antes de una
manifestación nazi en Nuremberg…
Aún hoy, Lenin y Stalin, indisolublemente unidos, guste o no
guste, en la epopeya de la Revolución de Octubre, tienen seguidores que les ven
más como íconos de una religión laica que como los humanos actores de
acontecimientos de importancia histórica. ¿Faltarles el respeto? Impensable. Al
menos entre los adeptos de la mencionada religión.
Vete tú a cachondearte del corte de pelo de Kim Jong-un en
Pyongyang…
Pero lo cierto es que para los descreídos materialistas toda
iconografía, todo culto de la “personalidad”, el respeto de todo dogma, es una
imposible concesión al oscurantismo. ¿Merecen (merecemos) la pena de muerte por
hacer lo que en su día hicieron Nicolás Copérnico, Giordano Bruno, Galileo
Galilei?
¿Merece Karl Marx un campo de concentración por haber negado
–tres veces– ser marxista?
Una regla no escrita de la libertad de conciencia y de la
libertad de expresión estipula que si no compartimos tales o cuales ideas,
simplemente no leemos las publicaciones asociadas a ellas, no miramos los films
o reportajes que las exponen, no escuchamos las emisiones de radio en que las
comentan.
Es otra libertad.
Admitiendo que la libertad de expresión (prensa, radio, TV,
etc.) exista, y no estemos sometidos a un cartel de medios que machacan todo el
día la misma idea única.
De modo que me detuve ante los nueve cuadros (de dieciséis)
de Georg Baselitz expuestos en el Museo Guggenheim y me quedé reflexionando un
buen rato. Al salir del Museo compré una reproducción de uno de ellos (el único
que había), prometiéndome seguir dándole vueltas al asunto.
Porque de una expresión creativa a otra –dibujo, grafismo,
pintura, escultura, mosaico, fotografía, cine, música, danza, etc., etc.–
siempre hubo energúmenos que, en el cénit del poder, encontraron buenas razones
para perseguir a los creadores.
Lo que de algún modo revela su imponente insignificancia,
así como la indigencia de sus razones.
La fuerza no constituye derecho, me pareció recordar…
Rousseau, ¿conoces a un tal Rousseau?
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