Por Carlos Peña (*)
Las palabras de Helia Molina -las familias
conservadoras practican abortos en clínicas de alto costo- causaron escándalo y
acabaron con la salida de la ministra.
Pero ocurre que la ministra Molina no hacía más que repetir
algo que todos saben: en Chile, quien decide abortar, si tiene los recursos
suficientes, puede hacerlo con total impunidad. Los disfraces provistos por el
saber biológico y médico -en ese sinuoso territorio donde los nombres cambian
el peso moral de los actos- sobran. Es lo mismo que ocurría antes con el
divorcio: cualquiera podía divorciarse cuidando sí cubrir pudorosamente el
asunto con el eufemismo de la nulidad eclesiástica o civil.
¿A qué viene, entonces, tanto escándalo?
Lo que en verdad ocurre es que la ministra Helia Molina tuvo
la audacia de romper uno de los dispositivos que existen en todas las
sociedades, pero que en Chile alcanza una notable perfección: el doble
discurso. Este dispositivo consiste en afirmar públicamente una institución a
la que se declara virtuosa (en este caso, la protección a ultranza del embarazo
como bendición, regalo de Dios, principio de la vida, etcétera), pero, al mismo
tiempo, tolerar que privadamente se la transgreda.
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El dispositivo del doble
discurso no es propiamente ideológico en el sentido clásico. En el sentido
clásico actúa ideológicamente quien no sabe lo que hace o lo que tolera, puesto
que lo hace o lo tolera con una falsa conciencia. Pero en este caso no es así.
No es que la gente ignore que hay abortos seguros a disposición de quienes
pueden pagarlos. Lo notable del caso es que todos saben que es así, pero se
comportan como si no lo fuera. Todos, ministros, parlamentarios, medios de
comunicación, médicos, curas, saben muy bien cómo son en realidad las cosas,
pero aun así hablan y se comportan en público como si no lo supieran. Lo que
hizo la ministra Molina fue poner de manifiesto esa hipocresía que es, quizá,
uno de los rasgos más porfiados de la sociedad chilena.
La utilidad de esa conducta hipócrita es evidente.
El dispositivo del doble discurso permite estar bien con el
Dios del ámbito público y con el Diablo de la domesticidad privada. Afirma
leyes represivas que condenan el aborto, pero al mismo tiempo se le permite
detrás del escenario. Si no fuera impío, podría hacerse una analogía con la
vieja paradoja de la confesión: se condena el pecado, pero se tolera una y otra
vez al pecador. Lo que no se puede aceptar es a una hereje -como la ministra
Helia Molina- que no acepte el dispositivo.
Como la propia ministra lo sugirió en sus declaraciones, ese
dispositivo está al servicio de la gente de mayores recursos. Como el aborto en
condiciones seguras tiene costos -supone pagar médicos, usar fármacos para
luego internarse bajo la figura de aborto espontáneo y así-, el doble discurso
acaba en una distribución absolutamente desigual de las oportunidades. Los que
tienen recursos se las arreglan para abortar con seguridad y sigilo cuando el
drama de la vida así lo dispone, y los que no tienen se exponen al castigo por
hacerlo.
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El resultado es obvio: los valores están a salvo, porque hay alguien
disponible, las mujeres pobres, a quien castigar o señalar por haberlos
transgredido. Ocurre con el aborto -guardando las diferencias- lo mismo que
ocurre con las formas de control de la natalidad. Hay menos embarazos
adolescentes en los sectores de altos ingresos que en los más pobres, y la
razón no es que en los sectores de más altos ingresos haya jóvenes más
virtuosos, con iniciación sexual más tardía, con menos ebullición hormonal,
mayor vigilancia paterna, horarios más rígidos o mejores modales afectivos,
sino que en esos sectores, gracias a Dios, hay más información disponible y más
acceso a fármacos. Hasta la virtud, como es fácil observar, se distribuye al
compás del ingreso.
A la luz de esa realidad, ¿qué cosa es lo que pudo molestar
de las palabras de la ministra Molina, salvo el hecho de que ella no se sumara
al coro de biempensantes que se esfuerzan por mantener incólume ese porfiado
rasgo de la sociabilidad chilena?
Es inexplicable que se le haya dejado renunciar como si
hubiera cometido un error imperdonable, cuando, con sus declaraciones veraces,
Helia Molina no hizo más que hablar del aborto, no desde el cielo de los
conceptos o en la soledad del confesionario, sino desde el fango de la
realidad. Desde los hechos desnudos y no desde la fachada convencional que los
niega -y esta es la paradoja de la hipocresía chilena- para así poder seguir
ejecutándolos.
(*) Blog El Mercurio
(*) Blog El Mercurio
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