LIBERTAD DE EXPRESIÓN
EL PAPA Y CHARLIE HEBDO
"Esta semana el Papa Francisco (al parecer pobre de espíritu y pobre
de ideas) sostuvo algo incompatible con la sociedad democrática: la pretensión
de que las creencias religiosas obraran como un límite a la libertad de
expresión...
Por Carlos Peña (*)
El Papa Francisco usó algo parecido a una
parábola para referirse al caso de Charlie Hebdo:
"Si el doctor Gasbarri dice una mala palabra de mi
mamá, puede esperarse un puñetazo. ¡Es normal!" (...) "No se puede
provocar", dijo el Papa, "no se puede insultar la fe de los demás. No
puede uno burlarse de la fe. No se puede". Según Francisco, la libertad de
expresión "tiene un límite".
Hasta ahora, Francisco era el favorito de los creyentes que
querían ahorrarse el lado cavernario de la fe, el preferido de quienes pensaban
que la fe era la adhesión a un puñado de principios de buena voluntad, una
especie de actitud razonable y tolerante frente a la diversidad de la vida
humana.
.
Estaban equivocados. Como había dicho Ratzinger en Caritas in Veritate,
la simple caridad, el simple anhelo de tratar con cuidado y consideración al
prójimo, no tenía demasiado valor sin la verdad que la Iglesia atesora. Y esa
verdad, que se refiere entre otras cosas a la santidad de Cristo y a la vida de
María como ideal para las mujeres y las niñas, es la que obra, según Francisco,
como un límite a la libertad de expresión.
Los creyentes, según Francisco, tendrían derecho a que esa
verdad en la que creen no fuera relativizada ni burlada por los no creyentes.
So pena -al menos- de un puñetazo.
A primera vista, esa posición de Francisco parece sensata.
Cada uno respetando las creencias fundamentales de los demás, en una perfecta
convivencia plural y multicolor.
Pero a poco andar se advierte que su punto de vista es
insensato y no puede ser aceptado.
Como las creencias fundamentales son definidas por el propio
sujeto que las siente y las profesa, de hacerle caso a Francisco, cada miembro
o grupo de la sociedad tendría derecho a erigir lo que creyera o abrazara como
fundamental -el núcleo de su fe- como un coto vedado a la expresión o la sorna
de los otros. Todos los que no compartieran la creencia declarada como
fundamental debieran entonces enmudecer. Así, quienes piensan que el destino
final de los seres humanos depende del hecho de que la mujer debe estar
subordinada, que las niñas deben someterse a la ablación del clítoris, que el
consumo es un error, que la ingesta de este o aquel producto es un pecado, que
las transfusiones de sangre están prohibidas, que la homosexualidad es un error
moral, que la píldora es una transgresión o el divorcio un pecado, y que
reivindican todo eso como una creencia identitaria y fundamental, algo que se
confunde con su identidad y su dignidad, estarían protegidos frente a quienes
piensan que esas ideas son agravantes para la autonomía de los seres humanos.
Y es que, según el argumento de Francisco (quien parece haber confundido la
pobreza evangélica con la pobreza de ideas), esas creencias formarían parte de
la fe y serían, de esa manera, un límite a la libertad de expresión.
¿Adónde se llegaría si cada grupo o cada cultura pudiera
definir lo que es fundamental para sí misma, aquello que, siguiendo a
Francisco, constituye su fe, ese núcleo fundamental que no podría ser afectado
por la expresión de los demás so pena de un puñetazo?
La respuesta no es muy difícil.
La cultura democrática enmudecería. La larga tradición
occidental de crítica y de sátira de las creencias inverificables -porque eso
son las creencias religiosas: apuestas inverificables- desaparecería por el
temor de ofender o agraviar a todos los true believers , esos verdaderos
creyentes que, como los que mataron a Charlie Hebdo, enarbolan su fe para
someter o amagar la autonomía de los seres humanos que no piensan como ellos.
Una sociedad democrática reconoce el derecho de sus miembros
a adherir y profesar las creencias que prefieran y a practicar el culto de su
preferencia. A eso se le llama libertad religiosa. Sin ella no hay sociedad
democrática. Pero esa libertad no concede a quienes la ejercen el derecho de
erigir sus creencias como un coto vedado a la crítica y el humor de quienes no
las comparten. Y es que usted tiene todo el derecho del mundo a creer en lo que
sus padres o su propia experiencia le hayan indicado; pero no tiene ningún
derecho a que los demás consideren que lo que usted cree es, por el hecho de
que usted lo cree, sagrado.
Las palabras del Papa Francisco revelan una pretensión
inadmisible para una sociedad democrática: la idea de que la libertad religiosa
incluye el derecho a que las creencias finales de los seres humanos sean
protegidas de la forma más feroz, más fecunda y más pacífica de crítica que la
cultura humana ha inventado: el humor.
(*) Columnista estable de "El Mercurio"
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