Por Yoani Sánchez
Disidente cubana desde La Habana
La semana pasada encontré en la calle a un amigo italiano que vive en Cuba desde casi una década. Se me ocurrió preguntarle por sus hijos, dos adolescentes que nacieron en Milán pero ahora crecen en La Habana. “Ahí los tengo, en la escuela francesa” me confirmó sonriente. En un primer momento no entendí por qué había optado por aquella enseñanza francófona, pero él me lo aclaró. “¿Y qué quieres, que los mande a la escuela pública? ¡Con lo mala que está la educación aquí!”. Indagando, supe que ellos comparten aula con hijos de diplomáticos, de corresponsales extranjeros y de figuras de nuestra cultura que han contraído matrimonio con algún inmigrante. Por un pago de 5220 CUC (5800 USD) anuales, cada retoño del orondo milanés está bien atendido e instruido.
La primera impresión de aquel encuentro fue que mi amigo exageraba, pero inmediatamente repasé mi propia experiencia como madre de un escolar. Visualicé la cantidad de frazadas de piso, bolsas de detergente y escobas que hemos donado –a lo largo de estos años- para lograr que los pasillos y los baños del colegio estuvieran al menos presentables. En esa lista quedaba también el candado para la puerta del aula que repusimos en varias ocasiones y el ventilador comprado entre todos los padres pues el sofocante calor impedía a los niños mantener la atención. No olvidé tampoco la infinidad de veces que en nuestra casa se imprimieron los exámenes porque en la escuela no había papel, ni tinta, ni una impresora que funcionara. La merienda que tantos mediodías regalamos a los maestros, pues la comida del comedor estaba simplemente impresentable. Evoqué las cartulinas, los tubos de pegamento, las temperas y papeles de colores que también entregamos para el mural al que después le colocarían una imagen de Fidel Castro sonriente y magnánimo.
Sin embargo, decidí no quedarme sólo en el alto costo material de estos años escolares y seguí conectando memorias. Recapitulé sobre aquellos momentos en que se implementaron las llamadas tele-clases que llegaron a cubrir más del 60 % de las horas de enseñanza a través de un televisor. Las magníficas maestras y maestros que decidieron irse a sus casas a pintar uñas, vender café o se reubicaron en el sector del turismo porque la mezcla de alta responsabilidad y bajos salarios les resultaba insoportable. Y también tuve un minuto para los contados profesores de primaria y secundaria que a pesar de todo se quedaron en sus puestos. Enumeré una a una todas las atrocidades dichas a tantos adolescentes por los maestros emergentes (deberían llamarlos maestros instantáneos): desde que la bandera cubana tiene una estrella de cinco puntas por el número de agentes del Ministerio del Interior que guardan prisión en cárceles norteamericanas hasta que Nueva Zelanda está ubicada en el mar Caribe. Reconstruí también la tarde en que una maestra anunció frente a nuestro hijo que muy cerca de allí se realizaba un acto de repudio contra “peligrosos contrarrevolucionarios” y el pequeño Teo tragó en seco, pues sabía que su madre y su padre estaban entre las víctimas de aquel acoso. Desfilaron frente a mis ojos las innumerables ocasiones en que una auxiliar de ropa ajustada y ombligo afuera o un maestro con diente de oro y un águila en el pulóver criticó el pelo largo de los alumnos y no los dejó entrar a clases.
No faltaron, en mi catártica evocación de aquella tarde, las consignas repetidas hasta el cansancio, los matutinos interminables y rutinarios, el culto a la personalidad de unos hombres que aparecen en los libros de historia como salvadores y en los libros de ciencias como científicos. Todo eso me hizo, al final de mi reflexión, comprender el por qué mi amigo italiano prefiere la “escuelita francesa” de La Habana. Pero también supe que sus hijos crecerán con una idea muy diferente de lo que es la educación en esta Isla. Creerán que los luminosos y bien habilitados locales donde reciben cada asignatura, el almuerzo balanceado, la profesora solícita y los materiales escolares de calidad, son características inherentes a nuestros sistema educativo. No descarto que algún día -de regreso a Europa- participen en alguna protesta callejera para que su educación pública se parezca a la nuestra, para que sus hijos gocen de lo que ellos “conocieron” en Cuba.
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