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sábado, 22 de octubre de 2011

SORDOS UNIDOS JAMÁS SERÁN VENCIDOS - ESCRIBE WILSON TAPIA

Por Wilson Tapia Villalobos

Aquello de que “no hay peor sordo que el que no quiere oír” se presta para juicios injustos y descalificaciones inmerecidas. Cierto, hay sordos que no tienen defectos en el aparato auditivo. Es una deficiencia que se da en las más distintas esferas de la sociedad. El problema existe entre empresarios, profesionales, trabajadores, etc. Me refiero a todos aquellos que por conformación ideológica, deformación profesional o limitaciones intelectuales varias, son incapaces de salirse de sus casilleros. Y escuchan lo que quieren escuchar. En el fondo, lo que se adecúa a lo que conocen, les conviene, les da seguridad -a menudo todo eso junto. Es una afección seria. Pero lo es especialmente cuando afecta a la clase política.

Lo que estamos viviendo a nivel mundial señala claramente que esta anomalía no tiene cura. Los “sordos” no oyen y siguen con su cantinela. En Chile vivimos lo mismo. Desde hace meses la vida del país está siendo interferida por un conflicto focalizado en la educación. Pero basta con escarbar un poco y se nota que las ramificaciones cruzan hacia los más diversos sectores. Aquí es perfectamente posible hablar de diálogo de sordos. Las mesas para dialogar se instalan y son desahuciadas con una facilidad que inquieta.

Una abrumadora mayoría de la sociedad chilena coincide en que los estudiantes tienen razón, que sus peticiones son justas. El gobierno del presidente Sebastián Piñera, por su parte, no se mueve de su mirada original. La misma que ya costó la salida de uno de los ministros emblemáticos desde la cartera de Educación. Joaquín Lavín parece haber sido sacrificado. Se pensó que sería para facilitar una apertura. Pero no fue así. Y lo concreto es que ya van más de cuatro meses de conflicto y no hay señales que permitan avizorar una solución cercana.

Este es el tema puntual. Pero tras él hay otro problema mucho más grave. Es cuestión de mirar con algún detenimiento para concluir que la institucionalidad chilena no está funcionando. Los canales de comunicación entre los sectores en conflicto se encuentran cortados. Ello denota una falla grave en los dirigentes políticos, quienes deben ser las correas de transmisión del sentir ciudadano en un sistema democrático.

No es necesario escarbar muy profundo para darse cuenta que esta no es una falencia provocada por cálculos políticos brillantemente maquiavélicos. El problema surge porque la manera tradicional de hacer política ha sido superada. Su desprestigio crece, en la medida en que los dirigentes y sus partidos se niegan a reconocerse en los ciudadanos y a buscar junto a éstos las nuevas formas de hacer política que tienen que surgir.

En esta sordera caen todos los partidos que forman el espectro político chileno. Oficialistas y de oposición. Ambos sectores tratan de aprovechar el conflicto para fortalecer sus intereses. La oposición, colgándose de los estudiantes que, dicho sea de paso, no le reconocen ningún liderazgo. Y el oficialismo, intentando recuperar apoyo popular jugando sus cartas al desgaste del movimiento estudiantil. Con ello pretenden salir victoriosos, y en el camino recuperar el respaldo de la derecha más dura. Esa que le había dado vuelta la espalda por considerarlo incoherente en el resguardo de la institucionalidad.

Está claro que los referentes políticos ven la realidad con ojos del pasado. Y no sólo aquí, en el mundo entero. En los Estados Unidos el presidente Barack Obama compara al movimiento Ocupemos Wall Street con el Tea Party. O sea, mete en un mismo saco a quienes cuestionan el sistema financiero, distintivo del neoliberalismo, y a la ultra derecha. Eso podría haber tenido algún sentido si es que el movimiento Ocupemos pudiera identificarse con la ultra izquierda. Pero no es así. Tales parámetros han sido sobrepasados. Lo que no significa que la nueva política esté ya delineada. Para eso falta algún tiempo, tal vez décadas.

El error de Obama se comete también en Chile. Y no sólo lo hace el gobierno. También la oposición. Hasta los propios dirigentes estudiantiles se encuentra atrapados en esquemas del pasado. Su militancia política en partidos tradicionales no les ayuda. Porque está claro que el arrastre del movimiento que encabezan ha sobrepasados tales marcos. El respaldo masivo que les ha entregado la sociedad puede hacerlos pensar que tienen capacidad para imponer sus puntos de vista. Y hacerlo obligando al gobierno a que claudique sin condiciones. Eso demuestra no sólo inmadurez.

Los muchachos pueden aprender. Pero a la clase política no le queda más que aceptar el recambio. Los que vengan en su reemplazo tendrán que adecuarse a la realidad que en las próximas décadas dará lugar a una política completamente remozada. En la que, ojalá, se reemplace el éxito por metas más humanas. Sería la forma de hacer a la política una gestión generosa, autocontrolada y que recupere el sitial que hoy le ha usurpado la economía. Ese es un cambio revolucionario.

Mientras ello no ocurra, seguiremos viviendo momentos tensos y posiblemente dramáticos. El poder no dejará fácilmente lo que tiene. La historia muestra que siempre ha sido así. Los sordos que no necesitan audífonos no dejan de serlo graciosamente.

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