OPINIÓN POLÍTICA DE COLODRO-KRADIARIO
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DESPLOME HISTÓRICO
Por Max Colodro (*)
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En la última encuesta Adimark conocida esta semana, Michelle
Bachelet y su gobierno rompieron todos los récords: la aprobación a su
desempeño personal alcanzó un 24%, y la de su gobierno apenas un 18%; en
paralelo, la desaprobación a la Presidenta se empinó a un 72%, mientras la del
Ejecutivo llegó a un 79%. Cifras, en más de un sentido inéditas, que exponen a
cabalidad el grado de deterioro político que hoy sacude a la Mandataria y a la
actual administración; signo, a su vez, de la profundidad de una crisis de
confianza que se extiende también a la Nueva Mayoría y a la Alianza, al Senado
y a la Cámara.
Con todo, los números del estudio resultan especialmente
sensibles en el caso de Bachelet, una Presidenta que logró encumbrarse a
niveles de respaldo notables hacia el final de su primer mandato (rozando el
80%), y que a partir de ese proceso se convirtió en un fenómeno de popularidad
que se mantuvo casi intacto hasta el inicio de su segundo gobierno. En rigor,
no existen registros históricos de un paralelo de estas dimensiones, y menos
aún, que después haya sido seguido de un desplome de la magnitud del que hoy
constata esta y otras encuestas.
Las cifras de Adimark son también relevantes porque ilustran
una fuerte baja en sectores donde hasta hace poco su apoyo era prácticamente
incondicional: en la izquierda, donde ahora obtiene una increíble desaprobación
del 54%; en mujeres, donde el rechazo llega al 69%; y en los sectores de más
bajos ingresos, donde la desaprobación a la Mandataria se alza a un dramático
70%. Asimismo, sus atributos personales, otrora sus grandes fortalezas, han
pasado a ser hoy parte del problema: a un 63% de la población Bachelet le
genera poco o nada de confianza, y el mismo porcentaje la considera en el
presente una autoridad poco o nada creíble.
¿Cómo pudo Bachelet pasar, en sólo 17 meses, de una
popularidad que la ubicó en una categoría cercana a la divinización a caer
hasta el último círculo del infierno?
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Las razones pueden ser múltiples: una
agenda de reformas valoradas en sus objetivos, pero duramente cuestionada en su
densidad técnica; un estilo de liderazgo basado en la ambigüedad, la ausencia y
la indefinición; la certeza creciente en el país respecto a que la
implementación del programa es una de las causas del deterioro económico; una
gestión hasta ahora ineficaz para resolver problemas en áreas sensibles como
salud o delincuencia; y, por último, el demoledor efecto de imagen pública
generado por la ausencia de explicaciones creíbles sobre las serias
irregularidades en las que su hijo y nuera se vieron involucrados (“me enteré
por la prensa”), y respecto al financiamiento irregular de las actividades
realizadas por su equipo de precampaña (“nunca fui informada”).
Bachelet y su gobierno se encuentran hoy sometidos a una
vorágine de malestar e incredulidad ciudadana verdaderamente compleja, para la
que su equipo de colaboradores no ha encontrado todavía un diseño político
mínimamente adecuado. La expectativa de un punto de inflexión generada por el
cambio de gabinete, terminó, luego de disensos y desautorizaciones, en un
intento fallido. Así, sin estrategia y enfrentando una perspectiva económica
cada vez más pesimista, el gobierno se ve perdido en la espesura de la noche,
un panorama incierto en el que la ciudadanía, al parecer, no está disponible
esta vez para hacer concesiones.
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(*) El autor es columnista estable de La Tercera
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