Las cifras de la última encuesta Adimark (36 por ciento de apoyo y 56 por ciento de rechazo para el Presidente Piñera), son indiscutibles. A estas alturas es un lugar común decir que el gobierno está tocando fondo. No hay, sin embargo, seguridad de que la caída se haya detenido o se pueda controlar con facilidad.
Es evidente que el mensaje llegó a quienes debía llegar: las reuniones en La Moneda luego de bajarse del avión que lo trajo de sus vacaciones son clara demostración de que el Presidente tomó nota del mensaje. De manera simultánea, sigue la rebelión de la UDI por el eventual matrimonio de homosexuales, las manifestaciones contra Hidroaysén no amainan, se anunciaban protestas de los agricultores por el bajo precio del dólar... y se suman protestas por la lentitud de la reconstrucción, la incertidumbre en materia de educación y la contaminación ambiental en Santiago.
De manera apenas disimulada, hay también otros problemas que corroen la base política del régimen. La UDI y RN, partidos que conforman el soporte fundamental del gobierno, están en franca divergencia: entre sí y con las autoridades de su propia coalición. Los ministros se muestran las uñas, varios de ellos visiblemente embarcados en planes propios para el futuro. La abundancia de precandidatos presidenciales, confesos o no, hace ver con mayor claridad que la prematura proclamación de Laurence Golborne fue un error que no lo fortalece pero que despertó apetitos en varios de sus colegas.
Esta abundancia de nombres, en vez de servir de refuerzo al gobierno, solo demuestra lo que muchos chilenos perciben como sus mayores debilidades: falta de homogeneidad en el equipo, poca libertad de acción para ministros y otros colaboradores fundamentales, una mirada que apunta más al futuro que al presente, como si el próximo gobierno pudiera desprenderse de la herencia –positiva o negativa- del actual.
Las explicaciones se multiplican, pero no son suficientes. Está claro que la nueva forma de gobernar solo fue un eslogan de campaña, como muchos otros anuncios que hasta ahora no se convierten en realidad.
Lo principal es que, al parecer, el Presidente no logra diferenciar entre su exitosa conducta como empresario y su papel de estadista. Es que es distinto trabajar respondiendo a clientes (que pagan) que con electores (que cobran).
Esto se aprecia claramente en sus actitudes. Por ejemplo, haciendo chistes a destiempo, más allá de los errores u olvido de nombres y situaciones. Nada contiene al Jefe del Estado: a un jugador de fútbol le ofrece enseñarle como “hacer un niñito hombre”; se pone en un mismo plano personal con el Presidente Obama, aludiendo a sus estudios universitarios, a sus gustos por el deporte y a la belleza de sus esposas; trata de hacer reír al Presidente del Perú con la pregunta de “¿a quién pertenece el pisco?” (Respuesta: “Pertenece al que se lo toma”, saltándose la pugna por su origen).
Algunos ministros, de parecida formación en la empresa privada y poca o nula experiencia política, han tenido lapsus parecidos por calificarlos suavemente. El más notorio fue el exabrupto tuiteado por Jaime Mañalich: “Está güena la Ena”. Menos controversial fue la risotada de Golborne en medio de una conferencia de prensa de dos parlamentarios opositores. En esta línea, hay que reconocer que los ministros políticos, especialmente Evelyn Matthei y Andrés Allamand han mostrado mucha más cancha en sus actuales funciones.
El momento político ha puesto al gobierno en una disyuntiva. Su histórica sensibilidad ante las encuestas debería conducir a un cambio de gabinete como se ha pronosticado desde todos los sectores. Pero ¿lo hará? La vocera von Baer ya había asegurado que no habrá cambios. El domingo, ya en Santiago, el propio Presidente lo reafirmó.
Se ha recordado, una y otra vez, que los cambios no se anuncian. Pero, sobre todo, se sabe que no garantizan el fin de los problemas.
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