Está ocurriendo en todo el mundo. No ha sido de un día para otro. Pero ahora sucede cada vez con mayor velocidad. Y como casi siempre en las crisis humanas de magnitud, nadie parece entender. Unos, porque su vida es plácida y quieren que nada cambie. Son los conservadores. Y otros, porque están tan agobiados por los cambios que son incapaces de concebir soluciones. Por ahora sólo demuestran su malestar, su malhumor.
Es el panorama que debe haber inspirado la parábola de la Torre de Babel. Alguien concibió el proyecto. El beneficio era alcanzar nada menos que el cielo. Y allí chocaron con los intereses de alguien que los superaba en poder. El mismísimo Dios. Dejaron de entenderse y el proyecto debió ser cancelado. Con el agravante de que ya no podían comunicarse en la misma lengua. Seguramente fue un golpe demoledor quedarse sin proyecto, sin vida en común, sin sueños de grandeza, sin esperanzas, acicateados por las exigencias del diario vivir. Y el golpe celestial vino a lo más preciado. A ese elemento que les había permitido sumar especialidades. El idioma compartido era la vía para desarrollar iniciativas comunes. Para avanzar con aplicaciones que les entregaba el conocimiento en expansión. Algo parecido a lo que ocurre hoy con la tecnología, con la ciencia. Sin duda, Babel tendrá que haber marcado un retroceso.
Ha habido otras grandes crisis. Uno de los ejemplos más notables es la revolución francesa. Es tan trascendente que algunos pensadores sostienen que su ciclo liberal recién acaba de terminar en 1989. Su cierre fue la caída del muro de Berlín, que simboliza el fin de los socialismos reales. O sea, por doscientos años guió las aspiraciones de la mayoría de los seres humanos. Eso, independiente de la adscripción ideológico-política individual. Porque fue desde allí de donde salieron valores tan importantes como los Derechos Humanos.
Hoy, pues, nos encontramos en una transición generada por un quiebre civilizatorio. Hasta ahora no se sabe hacia adónde nos llevará. Lo concreto es que las soluciones tenemos que plantearlas nosotros. La pregunta que salta de inmediato es a quien representa tal vocablo. Para Immanuel Wallerstein es indispensable ampliarlo lo más posible, abarcando con el nosotros a todas las agrupaciones sociales. Extenderlo geográfica y generacionalmente, pensando incluso en aquellos que aún no han nacido.
Partiendo de este abanico democrático completamente abierto, con seguridad el desafío será moral. De algún modo, habrá que utilizar lo que Max Weber denominó “racionalidad material”. Eso implica tener la capacidad de elegir entre varios objetivos finales que debe perseguir la sociedad. Y hacer la diferencia entre lo que pueden ser cambios cíclicos del sistema y lo realmente nuevo. Asegurándose que los patrones elegidos sean moralmente incuestionables. Sólo así se evitará caer nuevamente en los vicios que nos llevaron al quiebre actual.
No es una definición fácil ni se prevé carente de pugnas feroces. Ciertamente quienes tienen privilegios tratarán de conservarlos. Y aquellos que están cansados de ser testigos de la degradación del planeta, de las pantomimas en que han sido sumidas las instituciones democráticas, de la avaricia de unos pocos, tratarán de presionar por los cambios. Estarán imbuidos de un espíritu verdaderamente democrático. Pero recibirán cada vez represalias más duras.
Para muchos, el ejemplo de Islandia es la respuesta adecuada. Posiblemente tengan razón. Allí se cambió al Gobierno, se reescribió la Constitución, se nacionalizó la banca. Todo, sin disparar un tiro, sin derramar una gota de sangre. Sin embargo, lo que se necesita hoy es un cambio global. Ya hubo revoluciones cruentas e incruentas. Ambas terminaron cediendo frente al sistema o siendo engendros tiránicos que negaban la convivencia democrática y el valor del ser humano per se.
Hoy el planeta es habitado por una humanidad cuyo tercio lleva una vida digna y los dos tercios restantes sufren exclusión y hambre. De los siete mil millones que somos, más de cinco mil millones sobran. Y no por falta de recursos. Simplemente porque el sistema no los considera. En los hechos, el sistema funciona mientras los excluidos se mantengan como tales.
La transición que hoy vivimos pareciera exigir cambios que comiencen en el propio ser humano. E involucren a los tres cerebros de Jung. Que aporten respuestas racionales. Que respeten de manera inclaudicable los valores humanos esenciales. Y que aseguren la supervivencia de la especie partiendo desde planos de igualdad.
Frente a esta realidad, habrá muchas respuestas desaforadas. La postura conservadora intentará evitar cualquier visión nueva. ¿Por qué los estudiantes pueden estar interesados por la recuperación de las riquezas mineras? ¿Por qué un oficinista tendría que luchar contra las hidroeléctricas? ¿Por qué una mujer podría apoyar el aborto, desechando su condición maternal? ¿Por qué a un heterosexual le interesarían los derechos de los homosexuales y lesbianas? Y muchos peor aún ¿por qué cada uno de estos grupos podrían hacer suyas todas esas demandas?
Eso es lo que aún no pueden asumir las autoridades chilenas. La derecha, como corresponde, se quedó con el lenguaje del pasado, que es el que la protege. La izquierda aún tiene que reinventarse, pero muy lejos de lo que alguna vez fue. Mientras tanto, seguirán hablando lenguas muertas.
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