“La mujer del César no puede estar siquiera bajo sospecha”.
Esta vieja sentencia latina, proveniente del mismo César a raíz de su demanda
de repudio contra su mujer Pompeya, por casquivana y dudosa reputación, es
aplicable actualmente y siempre a las cosas del Estado.
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La confianza que depositan los ciudadanos en sus dirigentes
es de tal delicadeza, de tal trascendencia y de tal carga moral, que la ética
se vuelve un requisito supremo para el ejercicio del poder, sea donde sea y en
el tiempo que sea.
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Chile, como expresa bien un humorista de fama, se
caracteriza por su insinceridad, por el hábito de hacerse los “suecos”, por no
asumir las culpas respecto a nada, aun cuando sean sorprendidos sin
escapatoria. Desde niños empezamos a negar tres veces cada vez que son
sorprendidos; continúa en la juventud y permanece hasta la vejez. Ese hábito
innoble es una marca nacional que en nada nos engrandece, sino que por el
contrario, nos degrada.
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Los violadores de derechos humanos, esos criminales feroces,
se presentan hasta hoy como inocentes, como salvadores de la patria, como
benefactores de la humanidad.
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Pinochet, nunca reconoció sus fechorías; tampoco lo hizo
Contreras. Parece que es necesario sufrir de un desquiciamiento total, como fue
el caso del guatón Romo, para hacerse cargo de su maldad y de sus
aberraciones y degeneraciones. Mientras se conserve una razón calculadora en
la planificación y control de sus actos malvados, nunca se deja espacio posible
a la sinceridad existencial. Ricardo III, el personaje de Shakespeare, es el
epítome psicológico del mal consciente, lúcido y pertinaz.
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En dictadura, los males del poder se dimensionan
totalitariamente. Ninguna de estas formas expeditivas de conducir se salva del
mal de la corrupción. Pero como en esos regímenes rige el terror, que es la
forma de obligar a guardar silencio cómplice, logran dar cumplimiento sin
riesgo a sus bajos impulsos (Chile facit).
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En democracia, en cambio, intentar reproducir las malas
prácticas del autoritarismo resulta inevitablemente en una escandalera de serie
exponencial que, al no ponerse freno, termina desbaratando a los dirigentes, a
los gobiernos y, finalmente, a las democracias mismas.
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Entonces el andar con ese viejo recurso de hacerse el que no
hizo nada, que no sabe nada y que no entiende nada, es una porfía muy
irresponsable de parte de nuestros dirigentes, cuya corrupción irredenta se les
nota en la cara, en la sonrisa forzada, en la mirada evasiva y en un lenguaje
jabonoso, cuando no en una agresividad compensadora pero que no convence.
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Cuando no se quiere soltar prendas, es decir dejar que la
justicia investigue las cuentas
bancarias personales, ya hay delito
ejecutado de parte del negador; cuando se manda borrar la información de
los discos duros, cuando ya se es indiciado como sospechoso, es declarar
abiertamente su delito; cuando se favorece a una empresa desde los cargos de
confianza pública, y además resulta tener vínculos comerciales con el
favorecido, es dable el veredicto de asociación ilícita; cuando se pide dinero
a empresas de dudosa catadura y origen para ser electo en cargos de confianza
popular y, además, se defrauda
tributariamente al fisco para obtener esos recursos, es que derechamente se
inscribe como ciudadano sujeto a cohecho, asociación ilícita y fraude al fisco.
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La rasadura moral ha decaído tanto en Chile que un
presidente de partido está enjuiciado hasta el tuétano con la corruptela de los
dineros electorales, le acompaña otros parlamentarios de su tienda y no pasa
nada. No se le obliga a renunciar. En otros tiempos se le hubiese sacado al día
siguiente de su cargo y del partido. En otras tiendas, cuando mucho, se
suspende la militancia, incluso cuando se ha comprobado que el militante comprometido ha solicitado
en masa esos dineros de la defraudación fiscal, para sí y un gran número de sus
postulados de partido a diversos cargos.
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Personeros que deben velar por el interés público
aparecen ocasionando enormes pérdidas al
erario nacional y el Consejo de defensa
del Estado ni se presenta, o el abogado litigante no concurre, y las causas no
se presentan, el irresponsable no es perseguido y los dineros de los chilenos se esfuman.
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Todo esto nos habla de una élite podrida, de una
institucionalidad que no da el ancho, de una sociedad que va camino a colapsar;
de una ciudadanía que exige explicaciones y nadie se las da.
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Si no se pone atajo de manera drástica a este mal de la
corrupción de las elites, entonces será la violencia la que imponga sus fueros o
la insensatez de un manipulador trágico, que terminará arrastrando a todo Chile a una decadencia infernal, como
ya viene quedando demostrado en varios
países que aceptaron la “mordida” o “el pónganme donde hay” y hoy son devorados
por esos tarascones y no tienen donde ubicarse pues no hay nada de nada.
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