POLÍTICA
CUIDAR LOS ACUERDOS
Por Abraham Santibañez
Bajo el colchón de su catre, Fray Camilo Henríquez había
escondido, ingenuamente, varios libros prohibidos. Los investigadores de la
Inquisición, en Lima, encontraron, entre otros, el Contrato Social de Jean
Jacques Rousseau. Por ellos, y otras acusaciones, fue detenido en varias
oportunidades entre 1798 y 1809.
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En vísperas de la Revolución Francesa, Rousseau había
sistematizado algunas ideas incendiarias: “Puesto que ningún hombre tiene por
naturaleza autoridad sobre su semejante, y puesto que la fuerza no constituye
derecho alguno quedan sólo las convenciones como base de toda autoridad
legítima sobre los hombres”.
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Estas “convenciones” están en la base de todo ordenamiento
democrático. Incluyen acuerdos sobre la estructura del Estado, la organización
e independencia de los poderes. También insinuó Rousseau lo que le parecía un
gran desafío: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la
fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno,
uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como
antes.”
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En las democracias modernas, un tipo de asociación
fundamental es precisamente la de los partidos políticos. Así los define
Maurice Duverger:
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“Un partido político es una entidad de interés público con
el fin de promover la participación de los ciudadanos en la vida democrática y
contribuir a la integración de la representación nacional; los individuos que
la conforman comparten intereses, visiones de la realidad, principios, valores,
proyectos y objetivos comunes, para de una forma u otra alcanzar el control del
gobierno o parte de él, para llevar a la práctica esos objetivos”.
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Implícitos en esta definición están, por supuesto, varios
conceptos: los partidos políticos tienen un papel fundamental, son
organizaciones voluntarias y, sobre todo, requieren de disciplina.
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La historia de la política en nuestro país muestra cómo la
evolución de los partidos implica a veces que la falta de acuerdos puede
obligar a la salida voluntaria o a la expulsión de militantes. Hay muchos
ejemplos, pero lo normal y habitual es que en la mayoría de los casos impere la
estabilidad. Esto puede ir más allá de cada colectividad y comprender acuerdos
en conglomerados igualmente voluntarios.
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Desde el Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena
Democracia, firmado en agosto de 1985 por once partidos políticos bajo el
auspicio de la Iglesia Católica, Chile ha transitado por caminos de
estabilidad. El acuerdo abrió la puerta a la Concertación, la gran fuerza tras
los gobiernos entre 1990 y 2010. Y fue la base de la Nueva Mayoría con la que
triunfó Michelle Bachelet.
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En el camino, sin embargo, se diluyó la consistencia de los
acuerdos, lo que no es de extrañar: treinta años necesariamente ponen a prueba
cualquier entendimiento. Lo notable es que la Concertación haya subsistido y
llegara a proyectarse en la Nueva Mayoría.
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La diferencia básica salta a la vista, sin embargo: la
solidez inicial se ha ido perdiendo y por ello se multiplican los “toreos”
entre partidos. Hasta ahora, sin embargo, es efectivo, como dijo la Presidenta
en Madrid que “no hay crisis”.
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“Los partidos de la Nueva Mayoría, todos ellos, sin ninguna
exclusión, han estado apoyando nuestro programa de Gobierno, pero no sólo en
las ideas matrices, sino también en lo que han significado los avances que
hemos tenido en el Parlamento tanto en la reforma tributaria como en reforma
educacional y otras… Por lo tanto, más allá de cualquier conversación propia
entre distintos partidos, que puedan tener distintas historias y distintas
percepciones, eso es propio de una democracia vibrante y activa”.
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A pesar de estas certezas, es evidente que la percepción
imperante en muchos sectores es que no basta con demostraciones de puro
voluntarismo. La política requiere, todo el tiempo de revisiones y
aclaraciones.
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Y también se requiere saber, como planteaba Rousseau, si
sigue vigente el “contrato”.
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