29-4-2014-KRADIARIO-N°895
¿PODEMOS TODAVÍA SONREÍR EN MEDIO DEL MIEDO Y LA
CONSTERNACIÓN DE NUESTROS DÍAS?
Por Leonardo Boff
En mi ya larga trayectoria teológica, desde el principio, en
los años 69 del siglo pasado, han sido siempre centrales dos temas que
representan singularidades propias del cristianismo: la concepción societaria
de Dios (Trinidad) y la idea de la resurrección en la muerte. Si dejásemos
fuera estos dos temas, no cambiaría casi nada en el cristianismo tradicional.
Éste predica fundamentalmente el monoteísmo (un solo Dios) como si fuésemos
judíos o musulmanes. Y en lugar de la resurrección prefirió el tema platónico
de la inmortalidad del alma. Es una pérdida lamentable, porque dejamos de
profesar algo especial, diría casi exclusivo del cristianismo, cargado de
jovialidad, de esperanza y de un sentido innovador del futuro.
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Dios no es la soledad del uno, terror de los filósofos y de
los teólogos. Es la comunión de tres Únicos, que por ser únicos no son números
sino un movimiento dinámico de relaciones entre diversos igualmente eternos e
infinitos, relaciones tan íntimas y entrelazadas que impide que haya tres dioses,
sino un solo Dios-amor-comunión-inter-retro-comunicación. El nuestro es un
monoteísmo trinitario y no atrinitario o pre-trinitario. En esto nos
distinguimos de los judíos y de los musulmanes y de otras tradiciones
monoteístas.
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Decir que Dios es relación y comunión de amor infinito y que
de Él se derivan todas las cosas es permitirnos entender lo que la física
cuántica viene afirmando desde hace ya casi un siglo: todo en el universo es
relación, entrelazamiento de todos con todos, formando una red intrincadísima
de conexiones que forman el único y mismo universo. Él es, efectivamente, a
imagen y semejanza del Creador, fuente de interrelaciones infinitas entre
diversos, que vienen bajo la representación de Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Esta concepción quita el fundamento a todo y cualquier centralismo,
monarquismo, autoritarismo y patriarcalismo, que encontraba en un único Dios y
único Señor su justificación, como algunos teólogos críticos ya observaron. El
Dios societario, proporciona, sin embargo, el soporte metafísico a todo tipo de
socialidad, de participación y de democracia.
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Pero como los predicadores por lo general no se refieren a
la Trinidad, sino solo a Dios (solitario y único) se pierde una fuente de
crítica, de creatividad y de transformaciones sociales en la línea de la
democracia y de la participación abierta y sin fin.
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Algo semejante ocurre con el tema de la resurrección. Esta
constituye el núcleo central del cristianismo, su point d’honneur. Lo que
volvió a reunir a la comunidad de los apóstoles después de la ejecución de
Jesús de Nazaret en la cruz (todos estaban regresando, desesperanzados, a sus
casas) fue el testimonio de las mujeres diciendo: “ese Jesús que fue muerto y
sepultado vive y ha resucitado”. La resurrección no es una especie de
reanimación de un cadáver como el de Lázaro que luego acabó muriendo como
todos, sino la revelación del novissimus Adam en la feliz expresión de Pablo:
la irrupción del Adán definitivo, del ser humano nuevo, como si el fin bueno de
todo el proceso de la antropogénesis y de la cosmogénesis se hubiese
anticipado. Por lo tanto, una revolución en la evolución.
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El cristianismo de los primeros tiempos vivía de esta fe en
la resurrección resumida por san Pablo al decir: “Si Cristo no resucitó nuestra
predicación es vacía y vana nuestra fe” (1Cor 15,14). En tal caso sería mejor
pensar: “comamos y bebamos porque mañana moriremos” (15,22). Pero si Jesús
resucitó, todo cambia. Nosotros también vamos a resucitar, pues él es el
primero entre muchos hermanos y hermanas, “las primicias de los que murieron”
(1Cor 15,20). En otras palabras, y esto vale contra todos los que nos dicen que
somos seres-para-la-muerte, nosotros morimos, sí, pero morimos para resucitar,
para dar un salto hacia el término de la evolución y anticiparla en el aquí y
el ahora de nuestra temporalidad.
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No conozco ningún mensaje más esperanzador que este. Los
cristianos deberían anunciarlo y vivirlo en todas partes. Pero lo dejan de lado
y se quedan con el anuncio platónico de la inmortalidad del alma. Otros, como
ya observaba irónicamente Nietzsche, son tristes y taciturnos como si no
hubiese redención ni resurrección. El Papa Francisco dice que son “cristianos
de cuaresma sin resurrección”, con “cara de funeral”, tan tristes que parece
que van a su propio entierro.
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Cuando alguien muere, llega para esa persona el fin del
mundo. En ese momento, en la muerte, es cuando sucede la resurrección: inaugura
el tiempo sin tiempo, la eternidad bienaventurada.
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En una época como la nuestra, de desagregación general de
las relaciones sociales y de amenazas de devastación de la vida en sus
diferentes formas y hasta con peligro de desaparición de nuestra especie
humana, vale la pena apostar por estas dos iluminaciones: Que Dios es comunión
de tres que son relación de amor, y que la vida no está destinada a la muerte
personal y colectiva sino a más vida todavía. Los cristianos apuntan hacia una
anticipación de esta apuesta: el Crucificado que fue Transfigurado. Guarda las
señales de su paso doloroso entre nosotros, las marcas de la tortura y de la
crucifixión, pero, ahora transfigurado, las potencialidades de lo humano
escondidas en él se realizaron plenamente. Por eso lo anunciamos como el ser
nuevo entre nosotros.
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La Pascua no quiere celebrar otra cosa que está feliz
realidad que nos concede sonreír y mirar el futuro sin miedo ni pesimismo.
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