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lunes, 7 de abril de 2014

7-4-2014-KRADIARIO-Nº892

Y ARRIBA QUEMANDO EL SOL

Por Valeria Artigas Oddó

Dos terremotos al hilo en el Norte Grande. DOS. Los nortinos, ejemplares y con un temple de platino, evacúan seguramente aterrados, pero sin histeria, con sus niños, sus mascotas, sus viejos y su historia larga de aperre contra todas las adversidades de la naturaleza y las injusticias de los hombres.
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Chile es aguantador. Flaco, largo, triste, lejano, porfiado y aparentemente irrompible. Ningún país del mundo (salvo Japón, tal vez) puede contar la supervivencia de dos catástrofes naturales tan seguidas. Pero estamos cada vez más frágiles, empeñados en corroer la fuerza natural que debería darnos nacer en esta tierra que se mueve fuerte cada cierto tiempo y que se encarga de demostrarnos que nada es del todo seguro, ni del todo nuestro. Ni siquiera nosotros mismos.

Nos debilita la televisión con su grosería del rating, que deja todo de lado para contarnos como lloran y como sufren los afectados, para mostrarnos videos aterradores de gritos, vidrios rotos y sirenas, pero no se salta ni una sola tanda de comerciales. Nos debilitan las redes sociales con su estupidez desinformativa y opinante hasta el asco y la vergüenza. Nos debilitan las líneas aéreas, los colectiveros y los almaceneros abusadores que especulan con los precios sacándole el provecho negro a la tragedia. Nos debilitan los ladrones de poca monta que no le temen a los maremotos y entran a robar las casas que la gente deja sola para salvarse. Y nos debilitan los infaltables profetas del desastre: brujos, pastores fanáticos, sismólogos truchos y frentes fantasmas que abusan del miedo, de la ignorancia y de la vulnerabilidad de la gente.
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Por supuesto, y afortunadamente, hay excepciones maravillosas en todas partes que nos recuerdan nuestra dignidad y nuestra fuerza. Hasta en la tele. Periodistas serios y mesurados, tuiteros responsables, almaceneros solidarios, sismólogos profesionales y vecinos generosos.
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Sepan perdonar la auto referencia, pero recuerdo el terror que sentí durante meses después del terremoto del 2010. En Santiago, lejos del mar, sin tener que evacuar hacia ningún cerro, sin sirenas después de cada réplica, con agua potable, con luz, con Internet. Estaba aterrada, me sentía frágil, vulnerable y no quería separarme de los míos ni un segundo. Soy blanda y citadina, es cierto, y por eso no puedo ni imaginarme lo que siente cada nortino en las grandes ciudades y en los pueblos del interior (de los que tenemos muy pocas noticias), pero sí puedo acercarme desde la guata a sus miedos atávicos y a sus miedos concretos. A su rabia ante el abandono, el abuso de todo tipo y la precariedad.

Esta semana no he dejado de conmoverme con el comportamiento ejemplar de la gente, de sentirme orgullosa y admirada por su temple y de hacer pucheros emocionados con los que comparten el agua potable que les queda, con los que organizan ollas comunes a la intemperie, empujan las sillas de ruedas de los abuelos de otros hacia los cerros en cada alerta, y acunan a los niños propios y ajenos.
Una vez más Chile queda pilucho, sin ropa OCDE y con el maquillaje neoliberal corrido y chorreado. Y a la vez con la belleza pequeña, pero brillante y luminosa que le otorga la desnudez a los cuerpos realmente vivos. 
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Gracias nortinos, por el espejo, por la lección de humildad, por la garra. Y todo el aguante.

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