24-3-2014-KRADIARIO-Nº890
ESPAÑA: VIGENCIA DEL ÉXITO DE
ADOLFO SUÁREZ
Por Joaquín Roy
Durante la larga década que duró la
enfermedad que se cobró la vida de Adolfo Suárez, el domingo 23, España pasó
por unas dificultades económicas, políticas y sociales serias. Los síntomas
negativos todavía subsisten y hacen dudar frecuentemente sobre la viabilidad de
lo conseguido desde el final del franquismo.
Lo cierto es que en
apenas un lustro del protagonismo de Suárez como jefe del gobierno de España
(julio 1976-febrero 1981), la velocidad de los acontecimientos fue
verdaderamente impresionante.
Todavía hoy en día, la
llamada “transición española” a la democracia deja admirados a los expertos y
es estudiada en universidades de medio mundo.
Esa transición (que se
terminó, por decirlo así, “de golpe” con la intentona del teniente coronel
Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981) tuvo, por lo menos, seis
protagonistas, cada uno insustituible en su especial papel.
Ellos son: el
rey Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Manuel Fraga Iribarne (líder de la Alianza
Popular, que amaestró a la ultraderecha), Santiago Carrillo (cabeza del Partido
Comunista), Felipe González (líder del Partido Socialista) y el general Manuel
Gutiérrez Mellado (militar elegido por Suárez para controlar las Fuerzas
Armadas).
Ahora solamente
sobreviven el rey (todavía en ejercicio) y González, en retiro.
Pero, en sentido
estrictamente activo, el más insustituible fue Suárez. El siempre quiso ser
recordado como “un buen servidor del Estado y de los españoles, cualquiera que
fuera su ideología”. En cualquier caso, reúne un consenso generalizado.
Su papel como motor de
la transición española de la dictadura (1939-1975) a la democracia fue
decisivo. Tuvo la fortuna de servir como eje de una serie de coincidencias que
necesitaban la acción de una figura pivotal, que se arriesgara a actuar.
Apostó fuerte, pero,
en los momentos decisivos, contó con la colaboración y los medios
imprescindibles para generar el cambio.
En primer lugar, hay
que destacar el acierto del rey al darse cuenta de que la continuidad del
sistema franquista no era viable, y que la reforma hacia otra manera de
gobernar era imposible, si se sometía a la inercia de la conducta de unos
dirigentes que no mostraban la visión y el coraje necesarios para romper
amarras con las limitaciones impuestas por el régimen entonces existente.
De ahí que Juan Carlos
prescindiera del transitorio presidente del gobierno, Carlos Arias Navarro,
rémora del régimen franquista, apostando por Suárez.
En segundo término,
Suárez y el rey convivían con unos sectores que, aunque en cierta manera
todavía actuaban desde el interior del régimen, consideraron que era posible
una evolución práctica hacia algo diferente.
Suárez contó con tres
corrientes de opinión insustituibles, la primera de ellas la de quienes con
raíces franquistas comprobaban que el futuro no incluía la continuidad del
sistema.
La segunda era la que,
con ciertos vínculos en la España conservadora, se había instalado en la Europa
reconstruida tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la Democracia
Cristiana, crucial en la consolidación de la democracia en Italia y Alemania,
las potencias vencidas del Eje.
La otra es la que
comenzó a infiltrarse con visos socialdemócratas, que luego se unirían con las
miras nítidamente socialistas, cuando la resistencia interior logró arrebatar
las riendas del partido al exilio, gracias a la activa labor de Felipe
González.
Las tres corrientes,
con los liberales y conservadores moderados, constituyeron la Unión de Centro
Democrático (UCD), que no sobrevivió a la desaparición del liderazgo de Suárez.
En ese contexto, se
debía conseguir la inserción de otros dos sectores.
El primero fue el de
los comunistas, una vez que se descartó el proyecto erróneo de dejarlos fuera.
La aceptación de la
monarquía como fórmula constitucional por parte de Santiago Carrillo fue clave.
Fue la final adición a los “Pactos de la Moncloa”, acuerdo para aprobar la
Constitución.
Por fin, los sectores
más reacios a la transición, el núcleo duro de los militares, tuvieron también
que plegarse a regañadientes a las reformas de Gutiérrez Mellado.
La prueba del éxito de
esta actuación que llevó a Suárez a ganar las elecciones preparatorias de la
democracia en 1977 y a los primeros comicios ya con una nueva Constitución de
1978, en 1979, es sencillamente lo que estalló el 23 de febrero de 1981: el
golpe de Estado fallido de Tejero.
Fue la reacción
desesperada del sistema que veía que su vida se había acabado. El que pagó más
el precio de la velocidad de estos acontecimientos fue precisamente Suárez, que
se vio obligado a dimitir días antes del golpe, precisamente para evitar lo que
intuía que se estaba cociendo, y cuya total historia todavía no se conoce.
Quizá deberá esperarse
a que todos los protagonistas de aquellos momentos desaparezcan para que se
conozca toda la verdad. De momento, nos queda el recuerdo a los que sabiendo su
responsabilidad histórica, supieron corregirse y actuar, como fue el caso
ejemplar de Suárez.
Agencia IPS
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