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martes, 11 de marzo de 2014

11-03-2014-KRADIARIO-Nº888


PIÑERA SE FUE Y DEJÓ QUE ARDE “LA 

FIESTA DE LOS DELINCUENTES”

Por Hernán Ávalos


El Presidente Piñera dejó incumplida su promesa de campaña de terminar con “la fiesta de los delincuentes”, simplemente porque era imposible de llevarla a cabo: la delincuencia no muere. Y sólo poco antes de entregar el mando de la Nación, intentó justificar sus dichos declarando en público, que ningún país ha logrado poner fin a esta lacra social.
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Más allá de recibir una oferta engañosa para captar votos, lo que de seguro esperaban los ciudadanos del gobierno de la derecha era una acertada política de Estado, para  prevenir y controlar los delitos contra las personas y sus bienes, como son los robos, hurtos, homicidios, lesiones, secuestros, maltratos, violaciones y abusos sexuales. Y es aquí donde el fracaso fue más evidente.
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El último estudio fue lapidario. La Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana (ENUSC), una de las más creíbles, concluyó que en 2013 el 24,8% de los hogares, o al menos uno de sus miembros, fue víctima de algunos de estos delitos. La baja de la victimización respecto de año 2012 fue irrelevante, pues sólo disminuyó el 1,5%. Agregó el último informe que esta delincuencia más el tráfico de drogas, sigue siendo una de las principales preocupaciones de los chilenos, y por consiguiente una percepción creciente de temor e inseguridad.
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Luego, otra consigna vacía del piñerismo fue prometer que su Gobierno iba a “cerrar la puerta giratoria a los delincuentes”, cuando en realidad quien abre y cierra las puertas de las cárceles son los tribunales de justicia. Los jueces tienen la responsabilidad de garantizar el debido proceso para víctimas, imputados y demás intervinientes, y, además, la prerrogativa de aplicar las leyes vigentes discutidas en el Parlamento y promulgadas por el  Ejecutivo.
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Así el Estado de Derecho que nos rige tiene una sinergia entre los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Pero en sus discursos e intervenciones públicas, las autoridades del Gobierno de Piñera ignoraron esta tradición republicana y hasta el último momento hicieron críticas a los jueces o a sus fallos, incluso antes que estuviera agotado el procedimiento y ejecutoriadas las sentencias. Esta intromisión de un poder del Estado en otro llevó al presidente de la Corte Suprema, Sergio Muñoz, a defender en público la independencia de la magistratura, después que el ministro del Interior, Andrés Chadwick, días antes de cesara en su cargo, criticara la sentencia de primera instancia que condenó a 18 años de presidio al machi Celestino Córdova, por el homicidio del matrimonio Luchsinguer-MacKay.
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El Gobierno de Piñera no sólo entró en abierta contradicción con los jueces, sino que también desacreditó a los fiscales del Ministerio Público, cuando con sabiduría y eficiencia debió coordinar, gestionar y favorecer una acción mancomunada.
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A los primeros les imputó ser garantistas y defender los derechos de los delincuentes por sobre los de las víctimas. Olvidó que la reforma procesal penal terminó con un centenario sistema inquisidor, abusivo y secreto, para poner en vigencia el actual, inspirado en la justicia alemana y anglosajona, con audiencias públicas donde siempre alegan el fiscal acusador y el abogado defensor. Esta justicia nueva protege, efectivamente, los derechos de las personas. Luego la imputación del piñerismo resultó desafortunada, porque el sistema que hemos elegido es garantista, no los jueces.
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También los representantes del Gobierno de la Derecha acusaron a algunos fiscales de no ser acuciosos o eficientes en su trabajo. Es probable que haya sido así y algunos que no hicieron su trabajo, terminaron exonerados por su baja evaluación anual, según los estándares de probidad y eficiencia que tiene el propio Ministerio Público. En favor de los fiscales habría que decir que cada uno lleva en promedio cerca de 30% más de causas que las proyectadas en su inicio y que por tanto la institución es perfectible. Como sea, resultó poco afortunado desacreditarlos, más aún cuando son quienes tienen la responsabilidad de llevar adelante la acción penal y dirigir la investigación, con auxilio de las policías.
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Tampoco el piñerismo propició leyes contra la delincuencia que concitaran mayoría parlamentaria. Se empeñó en una norma anti encapuchados, cuando los ilícitos cometidos por estos ya están en el Código Penal. Si en verdad quiso reprimir a quienes ocultan sus rostros para cometer delitos, debió exigir a Carabineros de Chile que actuara por flagrancia. Los detractores de la fallida normativa están convencidos que el ex ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, buscaba perseguir a los dirigentes que organizan manifestaciones públicas o protestas sociales. Además, mediante otros proyectos de ley pretendió aumentar las facultades discrecionales que tienen las policías para registrar a personas o vehículos en la vía pública, sin orden judicial, ni indicios de que se ha cometido algún ilícito o que se aprestan a cometerlo.
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Porque lo que espera la ciudadanía de cualquier Gobierno es que realice una gestión eficiente y ejecute una política integral de prevención, control y represión del delito, con participación activa de los servicios del Estado como son los Ministerios de Interior, el Registro Civil e Identificación, el Servicio Médico Legal, los Carabineros de Chile, la Policía de Investigaciones, la Agencia Nacional de Inteligencia (ANI) y la Unidad de Análisis Financiero del Ministerio de Hacienda (UAF), entre otros. Y sin descuidar educación, rehabilitación y reinserción social de la numerosa población penal a cargo de Gendarmería de Chile y de entidades privadas o religiosas subsidiadas por el fisco.

Sólo así será posible disminuir la reincidencia en los delitos que bordea el 30% y con ello contribuir a bajar los índices de delincuencia.

El Gobierno de Piñera tampoco hizo avances para terminar con la escandalosa distribución del ingreso que caracteriza nuestra economía neoliberal. Esta inequidad perpetúa la pobreza, la marginalidad y favorece  el surgimiento de la delincuencia y el tráfico de drogas. Ignoró lo que las ciencias sociales ya internalizaron como verdadero: la relación que existe entre el aumento en los ingresos de la población y la disminución de la criminalidad.

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