Es cierto que estamos acostumbrados a las hecatombes que provoca la naturaleza. Por extensión, tal vez pensamos que nos hayamos endurecidos para soportar golpes. Pero el dolor que producen siempre nos apabulla. Nos deja ese sabor a indefensión que difícilmente se diluye en la boca. Y la semana que pasó lo sentimos varias veces. Producido por acciones humanas que lo hacen más lacerante por la convicción de lo evitable.
La semana había comenzado cargada de nubarrones. La muerte del estudiante (16) Manuel Gutiérrez a manos del cabo de Carabineros Miguel Millacura, era el detonante de un carga explosiva poderosa. Varias cabezas rodaron en la policía uniformada. Fue la respuesta que se consideró adecuada luego de las reiteradas negativas acerca de tener responsabilidad en los hechos. Una reacción corporativa que finalmente sólo sirvió para empeorar las cosas.
Luego, al dolor por la muerte de un adolescente, se sumó una noticia que apuntaba directamente al manejo valórico que impera en nuestras instituciones armadas. Una denuncia periodística de CIPER afirmaba que, en julio de 2010, el General Director de Carabineros, Eduardo Gordon, había ordenado el cambio de un parte policial. Éste daba cuenta del choque en que había participado su hijo, Eduardo Gordon Orduña, capitán de Ejército, quien escapó del lugar. Luego de la intervención del General Director el nombre de su primogénito desapareció. Por una coincidencia lamentable, el hecho se conoció justo ahora, después de que el general Gordon destituyera al prefecto de Cautín, por encubrir a un hijo. Al explicar la severa sanción, Gordon apeló a la necesidad de un comportamiento valórico intachable. El viernes de la semana pasada tenía que renunciar. Lo hizo con un discurso confuso: “he estimado, sin rendirme, hacerme a un lado”. No aclaró en cual batalla no claudicaba ¿en la del asesinato del joven Gutiérrez o en el ultraje a la imagen valórica de Carabineros? ¿O en ambas?
Ese mismo viernes Chile se vio conmocionado por la caída de un avión de la Fuerza Aérea de Chile en el mar circundante de la Isla de Juan Fernández. Veintiuna personas murieron. En el grupo iban personajes conocidos, colaboradores suyos, miembros del Ministerio de la Cultura y la tripulación de la FACH. Entre ellos, un animador estrella de la TV, Felipe Camiroaga, y un deportista y empresario con gran compromiso social, Felipe Cubillos, creador de Desafío Levantemos Chile.
Pero aún no terminaba la semana. Y el presidente Piñera dudaba entre si subirse a un avión e irse a la isla o quedarse para iniciar el diálogo directo con los estudiantes. Se quedó en Santiago, aunque las cámaras estuvieron orientadas fundamentalmente a cubrir lo que ocurría en el archipiélago. Los avances de las primeras conversaciones fueron escasos. En esta sociedad virtual en que vivimos, las noticias se superponen. La memoria se desvanece y la imaginación cae en renuncios. Por ahora todo está opacado por el desastre de Juan Fernández. Y sentimos el sabor de la indefensión una vez más. Pero con las horas, las ideas se van aclarando. Volvemos al equilibrio de los tres cerebros de Jung y se comienza la búsqueda de explicaciones. Los accidentes, como su nombre lo indica, son fortuitos. Pero el azar no elimina las causas, sólo las coloca en momentos imprevistos. Y cuando se trata de errores humanos, las causas podrían haber sido eliminadas.
Todo indica que el caso que hoy nos conmueve, la muerte de estos veintiún compatriotas pudo evitarse. Y las responsabilidades apuntan, más que a la tripulación del avión, a ciertas prácticas que se dan en la FACH y, en general, en nuestros institutos armados. Distintos expertos -entre ellos el instructor de vuelo Rodrigo Molina, amigo de Camiroaga- sostienen que la caída de la aeronave se produjo por falta de combustible. Y allí es donde la responsabilidad supera a los tripulantes y se traslada a la institución. Ningún avión comercial -de los que semanalmente viajan a Juan Fernández- puede hacerlo en las condiciones en que lo hizo el aparato de la FACH. Y eso, porque deben cumplir rígidas normas de seguridad impuestas por la Dirección de Aeronáutica. Entre otras, que ningún vuelo se puede hacer si es que no tiene la suficiente autonomía para regresar a un aeropuerto seguro. En este caso, al continente. Los uniformados se rigen por sus propias normas.
Allí se entra en un territorio que difícilmente podemos entender los civiles. Se supone que ninguna institución quiera poner en riesgo la vida de su personal. Pero están los ejemplos de los 45 soldados muertos en el volcán Antuco, los dos aspirantes a carabineros muertos en entrenamiento, las muertes recurrentes de soldados caídos en entrenamientos en el Norte, para citar sólo ejemplos relativamente recientes.
No voy entrar en consideraciones acerca de cómo tales situaciones vulneran las bases democráticas que se afincan en los Derechos Humanos. Me limitaré a decir que esto no es tolerable para una sociedad que trata de madurar y afincar sus cimientos de convivencia. En poco tiempo, la FACH ha dado muestras de un espíritu de cuerpo acerado. Se ha negado a entregar los nombres de los pilotos de bombardearon La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Y se ha mentido abiertamente a la ciudadanía, señalando que no se conocen, como lo hizo el ex comandante en Jefe de la época, Fernando Matthei. Esperemos que ahora, los altos mandos asuman las responsabilidades que corresponden y renuncien a sus cargos. Será la demostración de que respetan ciertos valores que a los chilenos, civiles o militares, deben obligarnos por igual. Ojalá que esta tragedia sirva, al menos, para hacer avanzar a nuestro país por ese sendero tan difícil que es poner al ser humano, a cualquiera, por sobre todas las cosas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario