Por Leonardo Cáceres
Este lunes al mediodía fue sepultado en el Parque del Recuerdo el periodista y Premio Nacional de Literatura, José Miguel Varas Morel. Fue una despedida numerosa e impactante. Desde el viernes por la noche hasta hoy lunes, se han escrito muchas palabras elogiosas y admirativas sobre Varas.
Es curioso que un hombre que no ocultaba sus ideas políticas, aunque respetaba las de todos, concitara tanta admiración. Y no sólo ahora, tras su repentina, absurda y anticipada muerte, sino desde su regreso a Chile, a finales de la década de los años 80. Cuando recibió el Premio Nacional de Literatura, el 2006, se elevó un coro de elogios desde todos los sectores.
Yo me siento orgulloso de haber sido su amigo. Recuerdo que en una ocasión el viejo José (Pepe) Gómez me preguntó en Moscú por qué me quería tanto Eugenio Lira Massi. Yo no supe qué responderle. Tampoco sé hoy por qué tuve la suerte de ser amigo y hermano tan cercano de José Miguel. En estos momentos de aflicción repaso las dedicatorias de algunos de sus libros. En 1999 me regalo Nerudario, “con la amistad duradera de su reincidente cofrade”. Los sueños del pintor me llegaron dedicados “a Leonardo y Gabriela, con el viejo afecto probado por la historia”. Su elefantiásico volumen de Cuentos Completos está dedicado “para ambos, que nunca pueden ser menos que ambos Gabriela y Leonardo, con el viejo y durable afecto que se sabe”.
Muchos han destacado en estos días su inteligencia, su gigantesca cultura y su humor permanente y perdurable. Jugaba con las palabras, como lo hacía también en ocasiones Pablo Neruda, cambiando efímero por emífero y Vicuña por Viñuca. Con su rostro extremadamente serio contaba anécdotas inverosímiles y describía sus conversaciones con un fantasmal ex alumno del Instituto Nacional, al cual se encontraba por la calle invariablemente antes de la presentación de cada uno de sus libros.
Varas fue modesto y casi tímido. Nunca hablaba de dinero, ni siquiera cuando le pedían que asistiera a ferias de libros en ciudades distantes, ni cuando lo invitaban a las escuelas más remotas y de difícil acceso para conversar con cursos de enseñanza media. Nunca uso jeans o pantalones vaqueros, como se llamaban antes. Y no conoció ninguno de los numerosos malls de Santiago. En varias ocasiones asistimos a películas o a obras de teatro en una sala situada en el Parque Arauco, y al caminar hacia la sala desde el estacionamiento, miraba asombrado pero velozmente las vitrinas de las tiendas.
Le encantaba caminar y conversar. Protagonizamos muy largas caminatas charlando de la vida y de otras cosas por las calles de Madrid o de Buenos Aires; y también por las calles de Moscú y de Santiago. Le gustaba pasar inadvertido y pese a que en los últimos años eso era difícil, se ocultaba tras una tímida sonrisa y anotaba frases o situaciones que le llamaban la atención en una libreta Moleskine que llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Decía que era para no olvidar, pero su memoria era gigantesca y cada vez que era necesario sacaba a colación anécdotas desconocidas de Coloane, Neruda o del poeta ruso Eugenio Evtuchenko, su gran amigo de innumerables aventuras.
Se ha repetido que era un hombre cabal, transparente y muy franco. Pero nunca hirió injustamente a nadie, ni con sus actos ni con sus palabras. No conoció jamás la palabra venganza, y su bondad traspasó todos los límites. Efectivamente, a José Miguel se le va a echar en falta en la vida, en el periodismo y en la literatura. Pero sobre todo, lo echaremos de menos los amigos que nos preguntábamos recurrentemente en estos días ¿qué vamos a hacer sin él?...
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