Se fue con discreción, como transcurrió su vida. ¿Habrá dimensionado, alguna vez, el influjo del metal de su voz, de su lenguaje certero, de su mirada directa, de su rostro apacible, toda vez que aparecía en la Televisión Estatal, anunciando al Presidente Salvador Allende o informando del turbulento acontecer de aquellos mil días?
¿Habrá podido evaluar el impacto de sus comentarios y noticias- que propalaba junto a Katia, a 20 mil kilómetros de distancia- en los compulsivos auditores del programa Escucha Chile, en la cárceles y suburbios de todo el país? ¿Y de sus novelas y relatos que nos llevaron –como hojas al viento- entre la ficción y la realidad para ayudarnos a comprender los claroscuros de la vida, los caprichos de la Historia, la evanescencia de los dogmas y lo profundo de la sabiduría popular?
Más importante que aquello ¿Podremos, algún día, antes o después que se abran las grandes alamedas, identificar y brindar tributo a su aporte inconmensurable al idioma español, a la lucha social, a su compromiso solidario con todas las causas libertarias de Chile y del mundo?
José Miguel Varas empujó el carro de la Historia con el tonelaje de su intelecto y el virtuosismo de su prosa, mimetizado en colectivos, tendencias y agrupamientos en los que sumaba y multiplicaba, retroalimentando su creatividad con la de miles o millones. En las últimas décadas le buscamos para reforzar las grandes causas emancipatorias, como una Asamblea Constituyente, la recuperación del cobre desnacionalizado por los mercaderes de la política, y también en el preciso y puntual apoyo solidario, en los recitales de Rebeca Godoy, en el homenaje a los caídos, en la presentación de libros, en la despedida de un camarada, en su multifacética pedagogía para tantos en tantos lugares, los más apartados del territorio nacional y continental.
Maestro del rigor, todo lo que dijo y escribió tuvo un fundamento sólido, explícito, documentado. En su mensaje cada palabra era un misil – o una brisa, según el caso – que ponía en descubierto la hipocresía y mezquindad de las elites hegemónicas y proveía los razonamientos para la crítica y la propuesta del mundo nuevo, solidario, humano y en armonía con la naturaleza, por el que comprometió lo mejor de su existencia. Si lo hacía, lo hacía bien. La crónica, el análisis de coyuntura, el contexto histórico, la proyección futura; todo lo que salía de su pluma privilegiada estaba llamado a dejar huella y enseñanzas.
Bueno entre los buenos, José Miguel Varas no disputó el Premio Nacional de Literatura, ni se afanó en la obtención de ningún título o reconocimiento. Lo suyo fue la gran batalla de las ideas. Levantar, ladrillo sobre ladrillo, la mole de la memoria histórica. Aprovechar, cada minuto de la vida, en hacerle daño a la impunidad, en poner de manifiesto la injusticia oculta, la traición solapada, la arrogancia de los déspotas, el sectarismo de los pequeños, la sinrazón de la burocracia.
Perteneció a la generación que quiso ser exterminada de raíz en septiembre de 1973. Salvó con vida para defender la vida y alentar la vida, dotándola de ética, de grandes objetivos, de sentido histórico. Por eso, en estos días en que cientos de miles de jóvenes y trabajadores emergieron como sujeto social agente de cambios, cuando la imagen del presidente Allende y la de Víctor Jara se paseaba entre ellos –como gota de agua en un océano- José Miguel respiró profundo y esbozó una sonrisa victoriosa. Y así murió con esa sonrisa en los labios.
* El Clarín Digital
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