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domingo, 13 de septiembre de 2015

OPINIÓN-CARLOS PEÑA-KRADIARIO
CARTAS MARCADAS

Por Carlos Peña (*)

Los correos electrónicos entre el cardenal Errázuriz y el cardenal Ezzati, y entre el primero y Karadima, revelan la omnipotencia y los rasgos eternos del poder. Y al hacerlo transforman en ridículo el alegato de que se trata de comunicaciones privadas. Atendido su contenido, alegar que son privados equivale simplemente a enarbolar la vieja doctrina del arcana imperii : que el poder tiene derecho a tener secretos para afectar los intereses de terceros.
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¿Qué hay en esas comunicaciones?
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Desde luego, en los mails que intercambiaron Ezzati y Errázuriz (adornados cada dos líneas con apelaciones a la Virgen, persignaciones reiteradas, deseos de la buena voluntad de Dios y compañía del Espíritu Santo) hay una reflexión cruda acerca de la conveniencia que ciertas personas (Felipe Berríos y Juan Carlos Cruz) accedan a posiciones de notoriedad e influencia (la capilla de La Moneda y la comisión papal para la tutela de los menores, respectivamente ). No hay en esos mails ninguna deliberación sustantiva, relacionada con la misión pastoral o dogmática de la Iglesia. En ellos hay simplemente cálculo de consecuencias, un juego de poder, tosco y astuto, como el que habría entre un candidato a diputado y un ejecutivo de Soquimich, o entre un empresario de la basura y un concejal. Ni más ni menos. Ni Ezzati ni Errázuriz requirieron estudiar teología y asomarse a los abismos de la condición humana para tejer ese tipo de consideraciones.
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En otras palabras, los mismos sujetos que ejecutan el rito de la transubstanciación, son los que se dedican a tejer conspiraciones domésticas.
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¿Por qué extrañarse por eso?
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Lo mismo puede decirse de las comunicaciones intercambiadas entre Errázuriz y Karadima.
En este caso, fuera del tono amistoso y edulcorado, lo que hay es un esfuerzo de Errázuriz por que Karadima se aparte de su ministerio y de su parroquia, pero que ello no trascienda y aparezca en cambio como un asunto regular. Se trata de más o menos lo mismo que haría cualquier político doméstico y banal para apartar a alguien de su cargo por haber tenido mala conducta, salvando al mismo tiempo al partido.
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Todo es humano, demasiado humano.
Pero eso no es todo.
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En los mails aparece también Enrique Correa.
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Enrique Correa es un hombre que ha hecho invaluables aportes a la democracia chilena. De eso no hay duda. Como consecuencia de esos aportes invaluables alcanzó un acceso a los pasillos y los recovecos del poder, un acceso que los ciudadanos de a pie no poseen. Y el problema es que él usa el acceso a esos pasillos y esos recovecos de maneras múltiples y ubicuas: remuneradamente a veces, gratuitamente otras, y en todas para incrementar su poder. Ha erigido así un poder privado tejido no sobre el dinero (el que tampoco está ausente) sino sobre los pasillos del poder y el acceso al poderoso. Agobiado Errázuriz por la probabilidad de que Felipe Berríos (ese cura que comparte la extraña locura de la cruz) sea nombrado capellán de La Moneda no recurre al Gobierno para plantear sus puntos de vista.
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No.
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Recurre a Enrique Correa para que, haciendo de intermediario, advierta de la inconveniencia de que Felipe Berríos acceda a esa posición. El hecho es, a primera vista, incomprensible; pero ayuda a entender la índole del poder de Enrique Correa: un poder que en realidad no tiene, sino un poder con el que inexplicablemente lo invisten quienes, entre ellos el cardenal Errázuriz o el ministro Burgos, se relacionan con él.
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Por supuesto, todos los partícipes -Errázuriz, Ezzati, Correa- alegan que se violó su privacidad.
Pero no es razonable sostener que los medios que divulgaron esos correos han hecho eso.
Porque lo que los medios han hecho es difundir una información que juzgaron, correctamente además, ser de interés público. Y ocurre que los medios no tienen el deber de ser discretos con la información de interés público que reciben. En cuestiones de interés público el deber de los medios es ser indiscretos. La discreción es un deber de quien tiene obligaciones de confidencialidad, no de quien tiene el deber de informar en asuntos que atingen a todos. Esperar que los medios no sean indiscretos, es tan absurdo como esperar que un cirujano de vocación (Freud dixit ) no tenga algo de sádico.
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¿O es que acaso en democracia se puede jugar con las cartas marcadas y al mismo tiempo enojarse porque la argucia se revele?
(*) El autor es columnista estable de El Mercurio

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