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domingo, 12 de junio de 2011

El peligro de burbuja, la corrupción y el Mundial agobian a Rousseff

Por Fernando García (*)



La sede principal del Banco Santander en Brasil es un monstruo de 28 pisos donde cada día trabajan entre 6.000 y 7.000 personas. Tantas, que su entrada se escalona en cuatro turnos, de 7 a 10 de la mañana. Una vez dentro todo el personal, el espacio no es problema. La Torre de São Paulo tiene una superficie total de 90.340 metros. Dos filas de nueve ascensores ayudan a evitar embotellamientos.

Los Botín y sus socios se gastaron 650 millones de dólares en la compra del rascacielos, hace tres años: la mayor transacción inmobiliaria en Brasil hasta la fecha. No hay pena. El gigante del sur constituye hoy el mayor negocio de la entidad cántabra en el mundo; le aporta el 25% de su beneficio (el doble que España), y sólo en el primer trimestre de este año le hizo ganar 732 millones de euros.

Cuando los bancarios del Santander salen al patio de la Torre a estirar las piernas o echar un cigarro, lo primero que ven ante sí es el lujoso centro comercial Daslu: uno de los más caros del planeta.

La manzana de oro formada por el BS y su exclusivo vecino representa el súmmum del São Paulo rico y consumista de hoy. El de los restaurantes con largas colas para conseguir mesa y los comercios de precios desorbitados donde, eso sí, hasta los calcetines se venden a plazos. El de los 200 kilómetros de atascos en algunos fines de semana. El del ruido de helicópteros que transportan enfermos o ejecutivos con miedo al tráfico y pánico a los pistoleros. El de los pisos más caros que en Manhattan.


Con casi 20 millones de habitantes, la capital económica de Brasil y de América Latina es una ciudad desatada en un país desbordante que aspira a pasar de emergente a superpotencia con derecho a voto y veto en los principales órganos supranacionales. Un nuevo Eldorado y una tabla de salvación para decenas de multinacionales.

São Paulo es también el gran escaparate del cambio pilotado por el ex presidente Lula da Silva, que ahora la economista Dilma Rousseff trata de continuar. Y un paradigma de los retos, las contradicciones y los riesgos aparejados al relumbrón del triunfo brasileño.

En la colosal avenida Paulista, por donde cada día transitan más de un millón de personas, los funcionarios del Tribunal Regional se manifestaban la semana pasada contra los planes de "congelación salarial" del Gobierno. Dos días después, los ferroviarios de la ciudad paralizaban los trenes metropolitanos y dejaban en tierra a dos millones de usuarios. También pedían más salario. Como los miles de bomberos que ese viernes ocuparon en tromba su cuartel en Río de Janeiro: la policía los desalojó a la brava y detuvo a 439 de ellos, casi todos liberados anteanoche.

El malestar de algunos colectivos en el boyante Brasil del 2011 tiene que ver con la gran consecuencia negativa del propio boom económico: la inflación (6,5%), que va mermando el poder adquisitivo de los sectores menos beneficiados por las subidas salariales de los últimos años. Otro efecto de rebote es la enorme sobrevaluación de la moneda, que está dañando la competitividad de la industria.

Pese a ciertos signos de un enfriamiento por demás deseable, Brasil sigue brillando ante el atribulado primer mundo. Los programas de Lula y Rousseff han sacado de la miseria a más de 20 millones de brasileños, ahora incorporados al consumo. El PIB creció un 7,5% el año pasado. El desempleo es del 6,4%. Un panorama envidiable.

La mayoría de expertos creen que el éxito perdurará unos años, pero también hay dudas sobre su sostenibilidad a largo plazo. "Brasil puede pagar cara la insuficiente modernización de sus infraestructuras y sistema público, su escasa productividad y altos costos", advierte el analista argentino y estudioso del caso brasileño Jorge Castro. La dependencia de China es excesiva, añade, y se traduce en "una caída extraordinaria de las exportaciones industriales".

Sao Paolo es una ciudad de grandes contradicciones: Frente a su gran riqueza hay una pobreza extrema.

La falta de mano de obra cualificada es otro punto flaco. El ministro de Trabajo, Carlos Lupi, sitúa el déficit en 1,9 millones de trabajadores. Sin embargo, las restricciones a la entrada de especialistas extranjeros echan atrás a muchos inmigrantes de cuello blanco.

Eso, y el coste de la vida. Al castigo de una moneda cara se une la burbuja inmobiliaria en Río y São Paulo, donde el precio de la vivienda se ha duplicado desde el 2008. El furor del ladrillo es tal que cada mes se fulminan aquí unos 3.000 árboles para reemplazarlos por columnas de hormigón.

La gestión de Rousseff, con especial atención a los 30 millones de ciudadanos que siguen sumidos en la pobreza, mantiene alto su crédito. Pero a la presidenta se le han abierto unos cuantos frentes.

Aún está por cerrar del todo la crisis desencadenada por la reciente dimisión del ministro de la Presidencia y hombre fuerte del Gobierno, António Palocci, tras descubrirse que entre el 2004 y el 2010 multiplicó por veinte su patrimonio.

El retraso en las obras del Mundial de Fútbol es otro asunto recurrente en portadas e informativos.

La gobernante también sufre para defender algunas de sus políticas de izquierda. Le ocurrió hace unos días con sus planes de educación contra la homofobia. El sector evangélico del Congreso la obligó a frenar el llamado kit-gay, un paquete educativo sobre la tolerancia hacia los homosexuales que iba a distribuirse en las escuelas.

Ya en la campaña electoral de otoño, la entonces candidata hubo de comprometerse con los grupos religiosos a no tocar el artículo del Código Penal que, desde 1940, castiga el aborto con la cárcel. Los mismos grupos pretenden ahora anular la decisión del Supremo de reconocer plenos derechos a las parejas de homosexuales.

El 24 de mayo, Rousseff perdió en el Parlamento la votación de una ley forestal crucial para la Amazonia. El texto, que ella puede vetar, prevé una amplia amnistía para los deforestadores ilegales.

Brasil avanza y su presidenta mantiene por ahora el favor del público. Pero surgen baches y a ella le entran chinas en los zapatos.

(*) Es corresponsal en Sao Paulo del diario "La Vanguardia" de Barcelona. 

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